Sofía era el pilar de la familia. Su marido, su hijo y su hija estaban acostumbrados a ampararse en ella. Como su madre, viuda hacía algunos años, vivía en el mismo edificio, también la asistía y se ocupaba de realizar todos sus trámites. Es por eso que los hermanos de Sofía también descansaban en ella, sabiendo que todo aquello de lo que se hacía cargo funcionaba con fluidez. Ella era el nexo entre todos, la fuerza que sostenía a cada cual en su lugar, la garantía de la cohesión familiar. Como el huevo batido en una tortilla: es lo que menos se aprecia, dado que se siente mucho más el sabor de las papas o de la acelga. Sin embargo es el huevo el que posibilita la unión de todos los ingredientes, dándoles forma y firmeza.
Un día Sofía cayó en una depresión inédita y profunda. Como suele suceder en estos casos, cuando una persona fuerte cae, todos los que se apoyaban en ella sucumben estrepitosamente en efecto dominó. Su hogar parecía un hormiguero recién destruido y sus familiares se asemejaban a las hormigas que, desconcertadas, salen caóticamente hacia cualquier lado. Además cada cual sentía un secreto enojo por tener que abandonar parte de su rutina, asumir alguna tarea hogareña que antes no le tocaba y, encima, darle ánimos a Sofía.
–No es posible que estés así, hija, lo que te pasó no es para tanto, ¡reaccioná! –le decía su madre, implacable de siempre.
–Ponete las pilas, Sofía, vos podés. Pensá en todo lo bueno que tenés. Además, en este país, quedarse sin laburo es algo que le puede suceder a cualquiera, ya no es como antes que había que ocultarlo porque arruinaba el currículum. Hoy en día todo el mundo tuvo problemas laborales alguna vez –le decía con impaciencia su marido, Eduardo.
En efecto, ella había sido docente en una escuela primaria privada y se había quedado sin trabajo. No la habían despedido; la institución, en forma totalmente sorpresiva, cerró sus puertas de la noche a la mañana. Y el plantel de docentes, directoras y subdirectoras, celadoras, empleados administrativos, psicopedagogas y suplentes, un viernes por la tarde, se enteró de que esa sería su última jornada laboral. Sin anestesia, les dijeron que todos estaban en la calle.
–Entendés, mamá, que esto no es algo personal contra vos, ¿no? A todos los que trabajaban en el colegio les pasó lo mismo –le decía Diego, su hijo de catorce años.
–¿Sabés qué? No te preocupes… vos sos re buena maestra, mami, vas a conseguir trabajo enseguida…–trataba de consolarla Lucía, su hija de nueve.
Visto de este modo, ellos tenían razón: Sofía tenía una familia bien constituida, todos estaban sanos, su marido trabajaba diariamente en su ferretería, el departamento en el que vivían era de su propiedad y no tenían conflictos vinculares serios.
–¿No querés que hagamos yoga juntas? –le dijo su hermana Alicia, catorce años menor que Sofía, razón por la que esta la trataba más como hija que como hermana desde su nacimiento–. Así compartimos una actividad y, de paso, te distraés.
–¡Yo no te entiendo! Tu reacción es exagerada ¡Vos estás así porque querés! –le repetía su hermano, el más insensible de todos, que siempre pensaba que, si algo malo le sucedía a alguien, seguramente era por su propia culpa. Esa era su forma de justificar su falta de compromiso y de solidaridad.
Pasaba el tiempo y Sofía estaba cada vez peor. Un día no se levantó más: la cama ejercía una atracción irresistible para ella. Cuando se incorporaba para ir al baño, quería aprovechar ese envión para retirar ropa de su armario y, así, obligarse a vestirse. Pero al regresar a su habitación la sola visión de las sábanas funcionaba como un gigantesco imán y Sofía sentía lo que siente un alcohólico abstinente cuando se le acerca una botella de vino. Era más fuerte que ella: su lecho se había convertido en su evasión, su escondite y su refugio. Solo allí se sentía protegida y resguardada. Solo allí quería permanecer.
De a poco comenzó a surgir en ella un insoportable sentimiento de culpa porque era consciente de que estaba abandonando a sus hijos y a su marido. Se trataba de una paradoja patética: sin moverse del hogar, la distancia entre ellos era mayor que si hubiese viajado al lugar más alejado de la Tierra. Y, como suele suceder en estos casos, esa culpa la aplastaba aún más sobre el colchón, en el que se hundía lentamente como un barco averiado se hunde en el mar.
Sus allegados decidieron llevarla a terapia. Había que quitar velos para entender la situación. La primera sesión constó de cinco preguntas. Cada respuesta dejaría caer un velo más que permitiría detectar el núcleo del problema.
–¿Cuánto tiempo trabajaste en la escuela, Sofía?
–En total fueron veintiún años. Estuve trece en el Jardín de Infantes y el resto como maestra de primero, segundo y tercer grado.
Dos décadas es mucho tiempo. No cualquiera permanece en un mismo sitio durante tantos años. Ella ingresó siendo muy jovencita, recién recibida, soltera y llena de ilusiones. Tuvo una breve entrevista y a la semana le asignaron su primer grupo de chicos del Jardín. Sofía fue madurando en –y con– el colegio. Trabajando allí conoció a Eduardo, se enamoró, se puso de novia, se casó, tuvo a Diego y luego a Lucía. Compartió, durante bulliciosas charlas en la sala de maestros, alegrías y tristezas con sus colegas, quienes también la incluían en todos los eventos de sus vidas. Ella vivía como propios todos los avatares de la escuela misma. Sofía se mudó más veces de casa que de trabajo, ya que este colegio fue su única fuente laboral. Y esta exclusividad fue en ambos sentidos: ella no solo se quedó en esta escuela y jamás la cambió por otra, sino que además, nunca agregó horas en otra institución. Los únicos alumnos que había tenido en su vida habían sido precisamente los de este colegio.
Sin embargo, si nos detenemos a analizar más detalladamente la situación, la cantidad de años no es, necesariamente, sinónimo de armonía. La longevidad de un vínculo no implica forzosamente la existencia de felicidad. ¿Cuántos matrimonios desdichados sobreviven años y años? Cuántos cónyuges permanecen juntos solo por los hijos, por acostumbramiento, por conveniencia, por temor al cambio, por miedo a la soledad? Es por eso que en la sesión surgió, entonces, la segunda pregunta:
–Decime,¿cómo la pasaste allí en todos estos años?
–Muy bien. El Fernández era mi hogar –respondió Sofía con lágrimas en los ojos.
Si el Fernández era su hogar, sus colegas habían sido como sus hermanos: todos para uno y uno para todos. Las maestras y los maestros se fueron conociendo y amalgamando hasta conformar un equipo compacto. La cara con la que entraba cada uno a la institución por la mañana ya delataba su estado anímico, que era disimulable para los chicos pero inocultable para sus compañeros. Cada docente educó a varias generaciones de alumnos, luego a los hermanos menores de esos alumnos, y finalmente a los hijos de estos. Tan fuerte era el sentimiento de pertenencia de Sofía hacia el Fernández, que Eduardo solía decirle en broma: “Ya que estás, ¿por qué no te llevás la cama al colegio?”
Cuando Sofía iba a algún shopping o al supermercado, siempre se le acercaba algún ex alumno. Todos la saludaban con respeto, gratitud y cariño. Ella no era una maestra más, sino un ícono dentro de la institución.
El afamado médico argentino Dr. Finochietto decía que para hacer una tarea bien, había que hacer más de lo necesario. Sofía hacía su tarea bien: se pasaba fines de semana enteros inventando con mucha creatividad diferentes manualidades, recortando y pegando papelitos y cintas de colores; con mucha dedicación escribía las notas en los cuadernos de comunicados; preparaba informes personalizados tratando de resaltar virtudes pero indicar también las áreas flojas de cada alumno. Sus manos siempre tenían restos de adhesivo vinílico y los pisos de su casa se poblaban de rebeldes trocitos de lana y de papel glacé.
Para una persona que tiene la educación como el eje central de su vida, obviamente es importantísima la elección de colegio para sus propios hijos. De ahí surgió la tercera pregunta:
–¿A qué colegio le confiaste la educación de Diego y de Lucía?
Hay maestros, profesores e incluso directores que trabajan en una escuela pero mandan a sus hijos a otra por varios motivos: distancias, costos, idiomas, perfil del colegio, o porque prefieren mantener separada su vida profesional de su vida privada. Por otro lado, un hijo puede ser muy talentoso en deportes y el otro para el arte, en cuyo caso pueden elegirse escuelas diferentes… Pero Sofía los había encomendado, a ambos, al mismo colegio. ¿Cuál era? Claro está: el Fernández.
Ella entonces no funcionaba solo como docente de la institución, sino también como mamá. Es realmente un privilegio poder llevar a tus hijos a tu propio trabajo. No tenés que separarte de ellos. Te permite seguir de cerca su crecimiento. No necesitás pedir entrevista con las profesoras porque las tenés a mano. Podés acompañar su evolución social durante los recreos. Y, recíprocamente, ayudar en la formación de los hijos de tus colegas. Para Diego y Lucía, el colegio no era una sucursal del hogar sino al revés: el hogar era una sucursal del colegio, igual que para su mamá.
A esta altura del relato, apareció irresistible la cuarta pregunta, la del millón:
–¿Y vos, de chica, a qué colegio fuiste?
–Al Fernández…
¡Cartón lleno! Sofía era un ejemplo de cómo salen quienes egresan de allí: un referente para las autoridades, los padres, alumnos y ex alumnos, y para la sociedad en general. Algunas de sus actuales compañeras (mayores que ella) eran las que le habían enseñado a sumar y restar cuando ella era pequeña. Para los que no trabajamos en la docencia, la escuela es un lugar donde como alumnos debimos aprender a respetar límites y a obedecer las reglas impuestas; nuestro rol era pasivo. Cuando Sofía empezó a trabajar en el colegio, pasó “al otro lado del mostrador”, a desempeñar un rol activo. Es una situación comparable a la del que va a comer a restaurantes y ocupa el lugar de un simple comensal hasta que un día decide estudiar gastronomía, se convierte en chef y termina transformando la cocina en su medio de vida.
Sofía fue ascendiendo hasta llegar a ser una autoridad influyente en la institución que la vio crecer. Hizo propuestas visionarias de actualización educativa. Con este dato se entiende que fueron muchos más que veintiuno los años que ella pasó en el colegio; y el Fernández fue mucho más que un simple trabajo para ella.
Según Jacques Lacan, el célebre psicoanalista francés, todos tenemos “nudos de capitoné” en nuestras vidas. Los nudos de capitoné son esos botones hundidos en los sillones tapizados, en los que confluyen varios pliegues de tela. Lacan usó esta metáfora para señalar los espacios o situaciones cruciales donde se “abotonan” varias líneas de significados importantes en nuestra historia personal. El Fernández era eso para Sofía: un nudo de capitoné hondo y enorme. Los roles de alumna, ex alumna, docente, colega y madre “abrochados” a una sola persona. En esta película, ella había interpretado todos los personajes posibles.
El fundador del colegio fue un idealista con un espléndido proyecto, que perduró mientras él lo dirigió. Pero luego pasó a las manos de su hijo, que era un “ni”: ni esto ni lo otro. No supo asumir el mando con la vocación necesaria, pero tampoco tuvo la humildad de delegar su cargo en alguien más capacitado. Tampoco se dejó asesorar por gente idónea. No pudo perpetuar la valiosa obra del padre. Tampoco pudo asumir su desinterés, dedicarse a otra cosa y vender la institución. En esa brecha del “ni”, alumnos, padres, preceptores y docentes quedaron entrampados. Sofía resultó ser una de los muchos damnificados que ni siquiera tuvieron la oportunidad de organizar una simple ceremonia de despedida.
Como sabemos, existen colegios que van creciendo vertiginosamente, mediante la compra de terrenos aledaños o el agregado de nuevas construcciones. Algunas escuelas se expanden mudándose enteras a otro barrio, de modo que, cuando los ex alumnos antiguos regresan para festejar los aniversarios de egresados, el espacio les resulta irreconocible. Nada está donde estaba antes, ningún sitio se perpetuó como lo hizo en la memoria. Es duro encontrarse, por ejemplo, con un edificio y un patio totalmente desconocidos. Es como cuando el emigrante, luego de varias décadas, regresa a su pueblo natal y lo encuentra completamente modificado. No reconocer nada produce sentimientos de enajenación. Para paliar esa sensación devastadora, surge la búsqueda desesperada de algún referente que haya quedado intacto, por ejemplo un árbol o una escalera, para convertirlo, con cariñoso alivio, en un ancla del recuerdo.
Por eso, la quinta pregunta de la sesión con Sofía fue fotográfica.
–El edificio del Fernández ¿cambió en todos estos años?
–No, el colegio está exactamente igual que cuando yo era chica. Es más, ni siquiera hubo rotación de aulas, porque cada grado siguió funcionando donde estuvo siempre.
Fue entonces cuando Sofía sintió un tsunami interior, una ola gigantesca de tristeza reprimida que pugnaba por salir. La ola gigantesca hizo eclosión y ella comenzó a llorar irrefrenablemente. La catarsis había comenzado. En medio de sus sollozos, y sin parar de enjugarse las lágrimas, ella preguntó:
–¿Podés imaginarte la emoción que sentí cuando vi a mi hijo cursando su primer grado en la misma aula donde lo hice yo?
La escena era cinematográfica. Si Sofía había sido el pilar de su familia, el Fernández había sido el pilar de Sofía. Para los sabios griegos el peor de los castigos no era la prisión, ni la muerte, ni la tortura: el peor castigo era el destierro. Sabían que el exilio implica el alejamiento de todo lo conocido, la pérdida de los referentes, la expulsión del grupo de pertenencia, el enajenamiento del propio pasado. Sofía se sentía desterrada de su historia.
Ella comenzó a mejorar cuando todos, incluso ella misma, entendieron la dimensión de su naufragio. Primero aceptó elaborar este gran duelo, que en realidad era la suma de muchos y pequeños duelos diferentes. Dejó de castigarse por su depresión. Luego encontró el lado bueno a su crisis: en este tiempo su familia la había mimado mucho. Todos la revalorizaron. La autonomía que habían adquirido al tener que ocuparse de cosas de las que antes se ocupaba ella era reconfortante. Así que, cuando Sofía retomó sus roles de esposa, madre, hija y ama de casa, transformó en definitivos estos cambios que habían nacido de la emergencia.
Diego eligió un colegio técnico y Lucía se decidió por uno con bachillerato. Ambos aprendieron a no tener a su mamá en el colegio, ni a encontrarse en el patio.
Faltaba vencer un escollo: a pesar de su vasta experiencia, a Sofía le resultaba lacerante la idea de enfrentarse a una entrevista laboral. Solo había tenido una en toda su vida y jamás pensó que debería volver a pasar por otra. Sin embargo, logró superar el miedo y consiguió trabajo en dos colegios distintos. Primero como suplente, luego como titular. Se atrevió a rearmar su vida con códigos totalmente nuevos, opuestos a los anteriores.
Por fin entendió que, si bien la pérdida de su trabajo había sido profundamente traumática, ella no había perdido lo más importante: su empuje laboral, su ética y la vocación de servicio. Estas fuerzas siempre habían estado en su interior, por lo tanto, no las había perdido ni nadie podría quitárselas jamás. Ahora le tocaba, por primera vez, ser pilar de sí misma.
A Sofía le había pasado lo mismo que le sucede a una persona que pierde súbita e involuntariamente a su pareja: al principio siente que la persona fallecida se llevó consigo toda su felicidad. Que solo en esa relación, y en ninguna otra, podría desplegar su amor. Generalmente eso nos ocurre con la persona que disparó nuestra posibilidad de sentir autentico placer. Si bien es cierto que cada vínculo es único, también es verdad que nadie puede quitarnos la capacidad de goce: la tenemos dentro de nosotros y se puede desplegar con otra persona, si nosotros nos lo permitimos. Podemos comparar ese “desplegarse” con un diploma, que ocupa poco lugar cuando está enrollado pero que, cuando se desenrolla, adquiere un gran tamaño tanto físico como simbólico.
A Sofía nadie le había quitado sus ideales. Su desafío era volver a apropiarse de sus ellos para producir un nuevo “desenrollo” y desarrollo. Después de un tiempo, logró abrir el abanico de su vida para incluir nuevos espacios. Comenzó a disfrutar muchísimo yendo de un colegio a otro: ahora eran cuatro las instituciones a las que concurría, por diferentes actividades. Sigue encontrándose con ex alumnos en todos lados y frecuentando a sus ex colegas del Fernández para rememorar viejos tiempos.
Sofía acaba de presentarse ante su nuevo alumnado nervioso y expectante. Es el primer día de clases. Todos los chicos están prolijitos, peinados, limpios con sus guardapolvos blancos. Ella está por escribir la fecha en el pizarrón. Este año le tocó cuarto grado. Mientras se da vuelta y toma una tiza, escucha que un pibe le murmura a sus compañeros:
–¡Uyyy che, qué bueno! Yo ya la conozco a esta seño, fue mi maestra en el Fernández…¡es una capa!
Sofía, simulando no haber escuchado el comentario y sin levantar la tiza del pizarrón, se sonríe y comprueba, conmovida, que en la vida nada se pierde, todo se transforma.