Para los padres de Eliana lo más importante era brindarles una sólida educación a sus hijos. Marcos solía decirles, a los tres, que la cultura era lo que les dejaría de herencia.
Esta preparación comenzaba desde el nacimiento. Los juguetes, aun los de bebé, no podían ser simples juguetes. Además de entretener, debían enseñar. Durante toda la escolaridad, había que mandar a los chicos a un colegio de primer nivel, cosa que también se hizo. Los dos varones, Ricardo y Martín, además de ir a fútbol, tomarían clases de flauta; no con cualquier profesor, claro está, sino con integrantes de la Camerata Bariloche. La instrucción extracurricular se completaría con la asistencia al Collegium Musicum, ícono porteño de la enseñanza musical.
Eliana era la menor de los tres. Como toda niña educada, debía aprender piano y danzas clásicas. También ella necesitaba complementar su formación con algún deporte. El tenis era una excelente idea porque, además, le permitiría hacer amigos en todo el mundo.
Una vez terminado el bachillerato, había que seguir una carrera universitaria. En este tema daba lo mismo ser varón o mujer: los tres debían tener su título. Ser profesional constituía un pasaporte decente hacia el éxito y la mejor vacuna contra la mediocridad.
El papá era ingeniero civil y, como tal, un racional amante de las ciencias duras. Su honradez, inteligencia y capacidad emprendedora lo convirtieron en un hombre brillante con una nutrida trayectoria. Ocupó cargos importantes en emisoras de radio y televisión, cuando esta última recién arribaba a la Argentina. Fue un pionero. Se desempeñó como profesor en dos universidades y durante años dirigió el nivel terciario de una relevante institución educativa tecnológica.
Su mamá, de nombre Ruth, había estudiado kinesiología en una época en la que esa disciplina recién se iniciaba, es decir que ella también era una pionera. Sin embargo, cuando nació su primogénito, se dedicó a ser madre y ama de casa.
Si bien le gustaba su especialidad, su verdadera y oculta vocación, la que ella amaba de verdad, era la medicina. Lo que decía cualquier médico, para ella, era palabra santa. Por eso, cada vez que un doctor le daba una indicación, la obedecía a rajatabla. Cuando le recetaban un medicamento a ella, a su marido o a sus hijos, leía minuciosamente el prospecto de principio a fin. Solía repetir literalmente, con pelos y señales, las opiniones de todos y cada uno de los especialistas en las sucesivas consultas: el gastroenterólogo, el endocrinólogo, el clínico, el urólogo. Ella combinaba esas frases haciéndolas formar un todo coherente construido sobre sus deducciones acerca de lo no dicho por los profesionales. Ruth vivía leyendo artículos de diarios y revistas especializadas sobre los últimos adelantos y descubrimientos en medicina. En aquel entonces había apenas cuatro canales de aire en la televisión argentina y muy pocos programas temáticos. La salud de nuestros hijos, conducido por el legendario doctor Mario Socolinsky, era, sin duda, su programa preferido porque, como su título lo indicaba, se enfocaba en la educación sanitaria de los niños. No se lo perdía jamás. Ella seguía al pie de la letra las indicaciones del afamado pediatra hasta introducirlas como costumbre para toda la familia. En cuanto a las revistas, no consumía TV Guía, Radiolandia o Canal TV por considerarlas muy vulgares, ni tampoco las revistas top sobre los chismes del mundo de la farándula como Gente o Siete Días. Lo suyo era de Selecciones de Reader’s Digest para arriba.
A cualquier persona que le relatara una dolencia, Ruth inmediatamente la adoptaba como si fuera su paciente: cambiaba la expresión de su cara y, con interés científico, le preguntaba los antecedentes de su “historia clínica”. Averiguaba los síntomas e indagaba acerca de los remedios que estaba tomando. Condenaba enérgicamente la automedicación. Aprovechaba para comentarle el último trabajo publicado la semana pasada por determinada universidad sobre ese tema, que ella, justamente, había leído días atrás. Con cautela daba su parecer, remitiendo siempre a la opinión de un médico experto. Desaconsejaba severamente las consultas al farmacéutico. Y si volvía a cruzarse a “su paciente” un mes más tarde, le preguntaba sobre el asunto recordando de memoria la conversación anterior: ella se sentía en la obligación moral de hacer el seguimiento, como corresponde.
Para Ruth existían dos caminos posibles: la salud o la enfermedad. No había zonas grises. Uno podía llevar una vida sana o una vida insana, y la primera era una garantía de longevidad. Ese era el eje alrededor del cual giraba todo. Lo demás resultaba secundario y prescindible. Cualquier actividad, comida, vestimenta o situación debía aprobar, primero, la inspección de salud. Si lograba pasar por ese filtro, entonces estaba aceptada. Todo debía tener un por qué y un para qué. Ella jamás hacía algo “porque me encanta”, “para cambiar”, “porque se me da la gana” o “porque sí”. En la casa rara vez había dulce de leche, por ejemplo, porque el dulce de leche es un alimento innecesario y, por lo tanto, superfluo. Nunca se compraban “cosas ricas”. Lo que importaba de la comida no era su sabor, ni la gratificación al comerla, sino su cualidad nutritiva. Cuando excepcionalmente, para festejar algún cumpleaños, su madre compraba un frasco de dulce de leche, este se vaciaba en forma instantánea. Los chicos se lo devoraban, por gula pero, sobre todo, para satisfacer el hambre emocional de comer un manjar. Lo mismo sucedía con las golosinas y con los aderezos. La rapidez con la que desaparecían llevaba a Ruth a redoblar su teoría con enojo: comprobaba que era inútil comprarlos nuevamente porque, además de ser innecesarios, la relación precio-duración no le convenía para nada.
Los productos de kiosco, como chocolates, chupetines, alfajores y caramelos, estaban directamente descartados. El mandato de la delgadez existía, pero no se basaba en lo estético: el criterio era médico. Había que ser flaco para no sobrecargar el corazón.
La belleza era irrelevante; importaba el estado físico. Por ejemplo, Ruth no se maquillaba, pero sí cuidaba y controlaba sus índices de colesterol.
La sanidad estaba también relacionada con la limpieza, pues para evitar enfermedades había que combatir a los gérmenes. Al respecto, Ruth tomaba sus recaudos: al volver del supermercado se dedicaba a una tarea de limpieza exhaustiva. Era mejor prevenir que curar. En efecto, primero ella lavaba con detergente y mucho cuidado cada botella, cada lata, cada frasco y cada paquete. Luego los enjuagaba y los secaba con un repasador para finalmente apilarlos en la alacena. Ningún sachet, ningún envase quedaba sin ser higienizado. A los huevos los limpiaba uno por uno. Asimismo, la fruta, la verdura y las legumbres pasaban por un abundante chorro de agua de la canilla antes de ser guardadas en la heladera, de tal modo que, cuando ella se disponía a cocinar, ya tenía todos los ingredientes listos para ser usados.
Eliana muchas veces pensó que su madre no se permitía disfrutar, que se prohibía sentir placer y que se reprimía a sí misma y a los demás. La veía demasiado estricta. Esa era, sin duda, la primera impresión que cualquiera podía tener. No obstante, en realidad, Ruth no sufría por ser así. Ella pensaba que la salud todo lo valía y que ninguna restricción era un sacrificio. Y aquello que se apartaba de ese camino, sencillamente no era una opción para ella. El día que el médico le prohibió comer con sal por la alta presión, obedeció en el acto y sin chistar. “Porque tienes que hacerlo, podrás hacerlo”, decía Immanuel Kant con su prusiana filosofía positivista. Ruth pensaba igual: las cosas que deben hacerse, sencillamente se hacen. Con sensatez, sin victimizarse y, sobre todo, ¡sin sufrir! No porque le diera pudor, orgullo o porque sufrir la exponía al desamparo, sino porque no tenía sentido.
El concepto de Salud se encadenaba a otro, igualmente esencial: el del Saber. En la casa de Eliana el raciocinio lo era todo y, en este eslabón, el padre llevaba la delantera ya que, para él, todo giraba en torno a la inteligencia. Para Marcos, la claridad de pensamiento y el conocimiento eran territorios seguros sobre los cuales uno podía construir todo lo demás. Y si alguien no lo veía así, era un ignorante. Se podían tener muchos defectos excepto ese, el de ser un ignorante. Por eso, todo hogar debía poseer una importante biblioteca, preferentemente en el living, de pared a pared y de piso a techo. Si había más de una, ¡mejor aún! Una casa sin biblioteca era un horror, porque era una casa sin cultura. Tampoco toleraba las supersticiones ni las creencias primitivas. El ser humano había evolucionado; por lo tanto, el mundo antiguo era, para él, la infancia de la humanidad. Uno podía mirar hacia atrás con cariño, condescendencia y nostalgia, pero el pasado estaba superado y había que dejarlo atrás para ir al encuentro del futuro con sus avances tecnológicos.
El siguiente eslabón de la cadena era el culto a la Verdad. El conocimiento estaba unido a la verdad. Aquí, la balanza se volvía a inclinar hacia la madre, para quien, en este tema, tampoco existían zonas grises: había una sola verdad y todo lo demás era mentira. Por lo tanto, no importaban el contexto ni las consecuencias.
Eliana se quejaba de que Ruth no tenía filtros para decir las cosas, ni consideraba la situación del otro. Las cosas que decía, a veces, caían mal. Luego de pedir el precio de una prenda de vestir en un negocio, ella era capaz de decirle a la vendedora:
–¡Este pantalón es de pésima calidad y el precio es un robo a mano armada! –y seguía mirando a la vendedora, pretendiendo que esta le diera la razón.
La contracara de esto era la más absoluta inocencia: midiendo a los demás con su propia vara, Ruth creía que los demás también decían siempre la verdad, como ella. En el mismo negocio, probándose otra prenda, era capaz de preguntarle, con una sonrisa, a la misma vendedora que un minuto antes había tenido que soportar estoicamente su lapidaria opinión acerca del pantalón:
–¿Me queda bien esta camisa?
Lo hacía con la convicción de que la vendedora le respondería con total franqueza. Le sostenía la mirada con una ansiosa curiosidad esperando la respuesta. Ruth se tomaba el tema muy en serio. Cuando la chica le decía que la camisa le quedaba bien, ella, aliviada, se lo creía. A la salida del negocio Eliana, ofuscada e impaciente, se quejaba:
–Es absurdo, mamá, que le preguntes a la vendedora si la camisa te queda bien. Ella quiere vender y no va a entrar en conflicto con vos, que sos su clienta. Por otro lado, lo que importa es que a vos te guste la camisa, sos vos la que la va a usar.
Ruth no estaba para nada de acuerdo con su hija por la sencilla razón de que ella, en el lugar de la vendedora, le habría dicho a su clienta la verdad, aun en contra de su propia conveniencia. Además, no era un tema de opiniones: si la camisa le quedaba más o menos, era lo mismo que decir que le quedaba mal. La vida era sencilla, por eso ella no entendía por qué la gente se complicaba tanto.
En cierta ocasión Ruth merendaba con una amiga que, a su vez, le presentó a otra. En medio de la conversación la recién conocida dijo una frase empleando mal los tiempos verbales. Ruth no pudo quedarse callada y la corrigió. La mujer se ofendió terriblemente. ¿Cómo se atrevía Ruth a corregirla a pocos minutos de conocerla? ¡Era una falta de respeto! Por su parte, la mamá de Eliana nunca entendió el por qué de la ofensa… ¡si la verdad no duele! Lo bueno de su postura era que no se tomaba estas reacciones como algo personal contra ella, sino como una manifestación de necedad. Uno jamás debía rechazar un conocimiento. Esa mujer era, a su modo de ver, una resentida, como todos los que se rehúsan a aprender cosas nuevas. Y ahí se terminaba la cuestión.
Ruth no creía en la noción freudiana de que cada cual tiene su verdad. Tampoco en el concepto de “subjetividad”. La ciencia se basaba en la objetividad y ella coincidía plenamente con la racionalidad de su marido, típica de un ingeniero: la verdad es una sola, independientemente de quien la enuncie. Las personas apenas contemplamos, estudiamos y transmitimos esa única verdad. Y si alguien se desvía, hay que alinearlo nuevamente. Esa, y no otra, era la intención de Ruth cuando decía verdades desagradables. No pretendía herir ni agredir a los demás, sino simplemente acercarlos a la verdad. La posición de cada cual en este mundo dependía de cuán lejos o cerca se estaba de ese lugar privilegiado de verdad única y absoluta. Era un tema de exactitud. Por eso, para ella, era muy tonto que alguien pudiera ofenderse. Por supuesto, nunca recibía la gratitud que ella esperaba.
Para la familia Kaufman la vida era una rueda en la que a veces te toca estar arriba y otras, abajo. Marcos solía repetir:
–Pueden quitarte todas tus pertenencias, pero nadie podrá arrebatarte nunca lo que aprendiste. La cultura es esencial por dos cosas: por la importancia del saber y además por un criterio práctico, porque es lo único que, en los hechos, te va a sacar adelante en una emergencia.
No obstante, había una problema económico. Les resultaba imposible pagar el colegio Hansen. El sueldo de Marcos y los ahorros de Ruth no alcanzaban para las tres cuotas escolares. Así que solicitaron una beca, que les fue concedida sin inconvenientes, ya que se trataba de una familia cuya presencia enorgullecía cualquier institución educativa. Durante toda la escolaridad, siempre uno de los tres hijos estuvo becado.
Es común que los colegios otorguen becas. En general la gente está acostumbrada al concepto y conoce a algún beneficiario. Sin embargo, el modo en que este fenómeno modifica a cada familia es único.
Veamos qué pasó con los Kaufman. Los tres chicos asumieron esta ayuda transformándola en una fuerte autoexigencia. Fueron excelentes alumnos: jamás se llevaron una sola materia ni tuvieron un aplazo. Eliana obtuvo el mejor promedio del colegio en toda la secundaria y recibió por ello la medalla de oro. El desempeño escolar perfecto era, en primer lugar, una forma de agradecerle al colegio el apoyo recibido y confirmar que la inversión en la beca no había sido en vano. En segundo lugar, era un modo de demostrarles a los padres que los tres estaban a la altura de este privilegio. En tercer lugar, se estableció una ley de compensación: “es cierto que no tenemos dinero pero, a cambio de eso, somos muy capaces”. Lo que faltaba en un platillo (recursos financieros), se nivelaba con el otro (rendimiento ejemplar). No desde el despecho, sino desde el orgullo intelectual. Tanto Marcos en su profesión como sus tres hijos en el colegio tenían fama de tener una inteligencia excepcional.
Si Eliana fue abanderada y miembro del Cuadro de Honor, no era para sobresalir frente a sus compañeros. Su objetivo no era ganarles a sus pares, porque ella no era competitiva. Desde chica supo que lo importante era superarse a sí misma. No le molestaba que los demás la igualaran; por eso, era muy solidaria con sus compañeros: les prestaba las tareas y les soplaba las respuestas correctas en los exámenes. Sabía que nada de eso le quitaba a ella sus conocimientos. Tampoco pasaba factura ni se ufanaba por su saber.
La miseria humana se advierte en detalles mínimos. ¿Cuántas veces una mujer le pide a otra la receta de un postre que le gustó, y la que dice ser “su amiga” le contesta “ah sí, es una pavada, después te la doy” pero después no le da nada? ¿O al dársela especula guardándose detalles esenciales para que el postre no le salga tan rico como a ella? Eliana, en cambio, era generosa. Sus compañeros la querían mucho. Sabían que ella era confiable porque no mezquinaba información y daba todos los detalles para que pudieran destacarse.
Pasemos a Marcos: él tenía un Falcon rojo, un auto familiar típico de aquellos años. Aunque fuera viejo, él se ocupaba de hacerle continuamente el mantenimiento, por eso lo conservaba en muy buen estado. Estamos hablando de una época en la que tener auto era mucho más difícil que ahora, porque no existían los planes de ahorro y no había tantas opciones para elegir. Cuando le otorgaron la beca escolar para sus hijos, apareció en Marcos la vergüenza de tener un coche. Había que esconderlo porque, para él, era incongruente tenerlo si acababan de recibir una ayuda económica. Así que, cuando toda la familia debía trasladarse al colegio para asistir a los actos escolares, él estacionaba el Falcon a cinco cuadras y debían caminar aunque lloviera, hiciese mucho frío o calor. Él se sentía en falta porque, a sus ojos, la cruda Verdad era que correspondía venderlo, pues con ese dinero él podría cubrir muchas cuotas escolares y, así, reducir su deuda.
Esa presión empezó a expandirse lentamente hacia los demás planos de su vida. Sintió una rigurosa necesidad de cultivar el perfil bajo. Cualquier cosa que se comprara equivalía a parte de la deuda que él tenía con el colegio. Jamás arregló el frente de su casa para no llamar la atención. Surgió el temor de que algún miembro del colegio pasara y viera que en la casa del ingeniero –que pidió una beca– hubiera obreros trabajando. Dentro del hogar se hacían únicamente los arreglos justos y necesarios, porque los compañeros y amigos de sus hijos podrían comentar luego las características del “modus vivendi” de la familia, y para él sería humillante que la gente creyera que él sacaba ventaja de su situación.
Con respecto a las salidas, ellos eran muy caseros, no solo porque cualquier salida era un lujo de por sí, sino porque no podían ser vistos por ninguna autoridad del colegio en un lugar caro. Marcos era un hombre atravesado por una severa ética.
La verdad era que, con beca y todo, a la familia no le alcanzaba la plata para llegar a fin de mes. La necesidad era verdadera. Eliana recuerda que, cuando había invitados, se proponían comer poco para que alcanzara la comida para la visita. Y, aunque tuvieran hambre, no debían repetir, por si alguno de los invitados quería un segundo plato. Recién cuando estos se retiraban de la casa, la familia podía comer las sobras en la cocina.
¿Y Ruth? ¿Toleraba las restricciones impuestas por su marido? Sí, pero por otro motivo: le tenía mucho miedo a la envidia, porque la creía destructiva. Hablar sobre un avance económico o un viaje era como “contar plata frente a los pobres” Así que ella también prefería mantener un bajo perfil. La complementación de la pareja en este aspecto era perfecta: él, por sentir culpa de tener, y ella, por temor a mostrar.
¿Qué ocurría con las vacaciones? Por suerte eran una excepción. Para Ruth los viajes eran sanadores, especialmente para los chicos, y ese argumento lograba convencer a su marido… en parte. Él tuvo que buscar otra razón más que avalara las vacaciones. Y la encontró: viajar acrecienta la cultura de cualquier ser humano, pues abre sus horizontes intelectuales. De este modo la “educación” de Marcos se abrochaba con la “salud” de Ruth y confluía en la autorización interna que el matrimonio necesitaba para poder viajar sin autorreprochárselo.
Al regresar, Marcos, que era fanático de la fotografía, elaboraba minuciosamente un álbum tan completo como interesante. No era solo un álbum familiar, sino que resultaba ser un recopilación turística con datos históricos, geográficos y anécdotas curiosas. El álbum era la demostración de que el viaje había valido la pena. Luego Ruth le hacía una copia cada hijo, para evitar que el día de mañana se pelearan entre ellos por las fotos.
Los tres hijos terminaron siendo profesionales. Los dos varones estudiaron ingeniería. Martín, además, desarrolló una pasión por la astronomía. Eliana se recibió de analista de sistemas. La beca realmente dio sus frutos.
Años más tarde, Marcos enfermó de una dolencia terminal. Su hija lo visitaba diariamente. Un día, quedó impactada cuando vio en la habitación un detalle tan insólito como inesperado: su padre había colgado una ristra de ajos. Y no era para consumirlos. Eliana sabía que las personas supersticiosas utilizan ese método para ahuyentar la mala suerte. La ristra de ajos jamás hubiese entrado en la cosmovisión (ni en la habitación) de su padre. No era algo científico, sino una costumbre emparentada con la (despreciable) ignorancia. Eliana percibió que había pasado algo importante: Marcos, al llegar al final de su vida, había hecho, por primera vez, un desesperado intento por conectarse con lo irracional, porque sí. ¿Sería tal vez una forma de buscar ayuda instintiva para su enfermedad? Posiblemente. Así y todo, era un claro y silencioso reconocimiento de la relevancia de lo intuitivo y emocional, aspectos que Marcos había descuidado. Los ajos eran una forma de admitir que no todo se puede controlar desde la lógica, y que había soslayado en su vida el mundo de los impulsos, las pasiones y los afectos.
Luego de ese descubrimiento, Eliana decidió estudiar psicología. Ahora ella es doblemente analista: de sistemas y terapéutica. Incluyó también lo corporal, pues de su actual matrimonio, muy pasional, nacieron tres hermosos hijos.
Transcurrió el tiempo y a Eliana también le tocó la necesidad de pedir media beca en el colegio de sus hijos, como había ocurrido años atrás con ella y sus hermanos. Se la concedieron. Al mes siguiente le surgió la posibilidad de viajar con su marido, sus tres hijos y su suegra a los Estados Unidos. Ella tenía tan incorporada la autorrestricción que ni siquiera consideró posible viajar.
Cuando comentó el tema en la terapia, enumeró los motivos, que eran muy “razonables”, por cierto: resultaba excesivo irse de viaje al exterior porque la cotización del dólar no los favorecía. Además, acababan de brindarles la beca: ¿qué pasaría al regresar? ¿Se les podía pedir a tres criaturas que se callaran la boca y no comentaran nada? Todos en el colegio se enterarían. Para colmo, ellos no tenían plata ahorrada, sino deudas. Definitivamente, viajar era una locura.
Pero, por otro lado… ¡qué lástima perderse tan linda ocasión! ¿Quién sabe cuándo volvería a repetirse? Eliana se puso muy triste. Entonces, rememoró de golpe toda la historia de su infancia. Su padre habría renunciado tajantemente. Eliana empezó a recordar toda la cadena de sacrificios en los que la beca había ejercido una influencia restrictiva. Su tristeza se profundizó cada vez más. ¡Cuánto sufrimiento el de Marcos! ¡Cuánto placer perdido! Eliana siempre había admirado mucho a su padre. Pero ahora, al lado de ese respeto, aparecía una profunda compasión porque él jamás había mostrado su dolor ni se había quejado: había obedecido su mandato interno sin chistar, como Ruth, pero, a diferencia de ella, mortificándose internamente. Entonces, junto con la compasión surgió una honda ternura: por primera vez vislumbró en el estoicismo de su padre un conmovedor acto de amor y de entrega hacia ella y sus hermanos. Sintió una entrañable gratitud hacia él y hacia Ruth. Continuó reflexionando acerca de la comunidad escolar y llegó a la conclusión de que la gente no habría juzgado tan duramente a Marcos como él mismo se juzgaba. Las autoridades del colegio y las familias le habrían perdonado y permitido mucho más de lo que él se permitió. Con dolor, Eliana descubrió que la beca otorgada, más que abrirles una puerta, les había cerrado todas las demás. Por su severidad, Marcos había elegido pagar un precio demasiado alto.
Entonces, Eliana decidió no repetir la historia de su padre. Recordó un proverbio oriental que dice: “Cuando un dátil te cae del cielo, no olvides abrir la boca”. No se puede rechazar un regalo del cielo. Eliana, con su sentimiento de culpa a cuestas, decidió ir al colegio de sus hijos con la absoluta Verdad.
Cuando se reunió ese mismo día con la directora del Jardín, le dijo: “Vengo a plantearte una situación que me angustia muchísimo. El tema es el siguiente: mi suegra tiene un dinero ahorrado y los invitó a mis hijos a Disney. Además de pagar su propio pasaje y estadía, ella ofreció pagar los de Ezequiel, Verónica y Sofía. Los chicos están fascinados con la idea. En Disney hay que caminar mucho y ella hoy puede hacerlo. Pero, como tiene ochenta y tres años, no sabe hasta cuándo. Mi marido y yo, usando unas millas acumuladas y pidiendo un préstamo, podemos pagarnos nuestros gastos. Vos sabés que Roby es mayor que yo, este año cumple sesenta. Cada vez que se encuentra con sus compañeros de la secundaria, hay alguno que ya no está. Y él quiere aprovechar esta oportunidad única con su madre, conmigo y con los chicos. Hace poco nos concediste una beca. Te estamos inmensamente agradecidos, realmente la necesitamos. Si no, no la habríamos pedido. No estamos de acuerdo con la gente que la pide sin verdadera necesidad. Ojalá que pronto llegue el día en el que podamos decirte que prescindimos de tu ayuda y que se la puedas otorgar a otro. Este viaje no representa nuestra realidad económica. Nosotros no estamos en condiciones de hacerlo. Justamente por eso es que no queremos dejarlo pasar. Aún no les comenté nada a las maestras de los chicos, porque quería que vos fueras la primera en saberlo. Me siento en la obligación moral de explicarte todo esto, no quiero que te enteres última. Por favor, necesito tu orientación antes de decidir.”
La directora se emocionó. No solo le agradeció la franqueza, cosa poco común, sino que además la alentó efusivamente en su decisión de viajar.
La idea de este viaje no era ampliar los horizontes culturales ni cultivar una vida sana, sino simplemente disfrutarlo. Cuando Eliana se subió al avión sintió un alivio liberador. Ese era el paso que su padre no había podido dar. Y resultó ser un viaje de ensueño.
A su regreso Eliana preparó un álbum maravilloso, como solía hacer su padre, y luego lo multiplicó por tres para dar una copia a cada hijo, como solía hacer su madre. Eliana había “saboreado el dátil” con toda su familia. Y sintió que abrir una puerta puede ayudar a abrir muchas más.