Para el papá de Olaf, el dinero tenía un rol fundamental. De muy joven había abierto una confitería en la calle principal de un pueblo en el oeste de Alemania. Allí trabajaba incansablemente. Se pasaba todo el día atendiendo a sus clientes y supervisando la elaboración repostera. Hermann no veía al trabajo como una forma de realización personal o de encauzar una vocación, cosa que no tenía. Tampoco estaba relacionado con la búsqueda del placer, porque ese trabajo en sí no le gustaba. Menos aún lo veía como la misión de su vida. La cultura del trabajo heredada estaba únicamente vinculada con su necesidad de acumular riqueza. Hermann creía que la opulencia era sinónimo de éxito, y él quería ser un hombre exitoso. Con el tiempo también desarrolló una gran astucia, pero no porque quisiera jactarse de ser un hombre inteligente, sino porque la experiencia le demostró que la astucia acortaba el camino hacia las ganancias. Todo lo que significara un acceso más directo y veloz a su fin último era bienvenido. Y así logró convertirse, en pocos años, en un comerciante muy acaudalado.
Todos los arreglos y modificaciones que hubiera que hacer en la confitería los hacía él, pero no porque le gustara hacerlos. De hecho, él detestaba cualquier tipo de manualidad. Tampoco los hacía por creerse mejor que los demás; en cuestión de habilidades, a él no le interesaba alardear ni competir con nadie. No era por ser meticuloso, ya que él se conformaba con el funcionamiento mínimo de las cosas. Lo suyo era únicamente una cuestión de ahorro: había que evitar gastos. El dinero que entraba debía permanecer en sus arcas. Entonces, si era necesario realizar una reparación, lo mejor era poner el cuerpo y su esmero. Quería evitar, en lo posible, delegar trabajos en los prestadores de servicios, hacia los cuales sentía una profunda desconfianza por la fortuna injustificada que, sospechaba, le cobrarían por algo que él podía terminar en dos tardes. Así es como él se disponía a hacer arreglos insólitos que, obviamente, nunca concluían en dos tardes. Pero eso no le molestaba. El concepto de “perder tiempo libre” no existía en su escala de valores; el tiempo no podía “perderse”, las únicas pérdidas eran las económicas.
Con respecto a los demás, Hermann los juzgaba según su patrimonio. Admiraba a los hombres que, como él, habían emergido de la nada y logrado una posición acomodada. Todo aquel que había escalado en lo social y lo monetario, automáticamente se convertía en un referente para él. En cambio, canalizaba su desprecio en los trabajadores con salario fijo. Los consideraba mediocres porque no eran capaces de encarar emprendimientos propios, porque no se esforzaban por superarse, porque se amoldaban a lo existente y no avanzaban más allá. Lo suyo no era codicia, era progreso y perfeccionismo financiero.
“Comprar” era una mala palabra para Hermann, porque toda compra era un gasto. Y cualquier gasto, por ínfimo que fuese, era un derroche que dolía. Pero como él admitía que es imposible vivir sin desembolsar dinero, se las ingeniaba para pagar lo mínimo indispensable. “En este mundo cada cosa tiene su precio”, solía decir. En todo encontraba la relación entre lo que uno da y lo que recibe a cambio. Pero además, como el precio a pagar muchas veces era cambiante, su objetivo era encontrar el más bajo en plaza para abaratar costos. Se dedicaba, entonces, a hacer comparaciones minuciosas de precios de diferentes comercios. También acostumbraba aprovechar las ofertas. Sentía un placer desbordante cuando por algún motivo le hacían un descuento. Jamás se sentía culpable por no realizar una compra en un local, luego de pasarse largo tiempo revolviendo y examinando artículos. Como su pensamiento básico era que los demás buscaban sacarle ventaja, él se veía en la obligación de defenderse, anticipándose a los hechos. Su proceder, entonces, estaba plenamente justificado porque jamás perjudicaba al otro, simplemente evitaba que se aprovechasen de él.
En su aldea lo estimaban mucho, lo veían trabajador, honesto y sólido. La gente en general lo consideraba previsible, honrado, familiero. Nunca se le conoció un escándalo, un exabrupto, una mala contestación. Él era exactamente aquello que parecía ser.
¿Qué hacía Hermann con su dinero? ¿Acaso organizaba salidas? No, porque salir a comer a un restaurante no dejaba nada. Tampoco invertía en invitar conocidos a su casa a almorzar, por ejemplo; primero porque no tenía amigos, pero, además, porque una reunión hogareña también volatilizaba el dinero. ¿Realizaba lujosos viajes para conocer el mundo, solo o con su familia? Ni por asomo, ya que, aun los viajes más austeros se lo llevan todo; solo quedan las fotos, que en aquellos tiempos también eran caras. ¿Invertía en la Bolsa? De ninguna manera, porque las acciones eran intangibles. En este punto intervenían dos factores más, ambos muy irritantes: por un lado, él perdía el control de la situación (y si había algo que a él lo enervaba era, precisamente, perder el control); por el otro, el valor de las acciones era oscilante, riesgo que a él le resultaba insoportable. ¿Acaso gastaba en hobbies? Menos aún, porque los consideraba estupideces. ¿Hacía regalos? Nunca, y este tema iba más allá del dinero. Él directamente no entendía para qué la gente se regalaba cosas. Para Hermann hacer un obsequio carecía totalmente de sentido. Como vivía pendiente de la relación “oferta-demanda” el concepto de “regalo” se convertía en una pérdida irreparable. Y terminaba peleándose con su mujer cada vez que ella le regalaba algo a cualquier otra persona. Inclusive a Olaf, el único hijo de la pareja, que entraba en la misma categoría que los demás.
Generalmente se piensa que el aumento de los ingresos incrementa la calidad de vida. Cuando la gente gana más, puede comprar más cosas, realizar actividades nuevas, hacer arreglos en su hogar. Sin embargo hay casos, como el de Hermann, en los que esto no se cumple. El padre de Olaf cada vez ganaba más, pero no por eso ellos vivían mejor. De hecho, el último auto que se compró fue el más chico de todos los que tuvo.
¿Adónde iban a parar entonces sus ganancias? Hermann juntaba billetes para pagar un terreno con el que se había endeudado cuando se casó. Su proyecto era construir allí cinco viviendas (una de las cuales sería la propia) y tres locales más, aparte del suyo. Luego alquilaría esas viviendas y así tendría nuevos ingresos. Durante treinta años pagó puntualmente su cuota mensual.
En su idioma la palabra “deuda” coincide con la palabra “culpa”, dato que no es menor. “Schuld” significa ambas cosas a la vez. Al deudor se le suma una carga ética negativa por adeudar. Hermann se había encadenado a sus deudas culpógenas. Con perseverancia y paciencia infinitas, mes a mes, año tras año pagó su hipoteca, como si se tratase de los ladrillos de una interminable muralla, siempre ansiando llegar al momento en que por fin podría liberarse de su peso.
La madre de Olaf era el polo opuesto de su marido. Generosísima, Frida vivía haciéndole regalos a su hijo. Era un alma alegre, expansiva, y trabajó siempre a la par de Hermann en la confitería. Le encantaba el contacto diario con los clientes, pero no porque fueran clientes sino por su calidad de personas. Ella disfrutaba cada cosa que hacía. Frida era una mujer feliz. ¿Cómo es posible que haya podido vivir tantos años con un marido tan diferente? Es fácil de entender: ella provenía de una familia de clase media que en la segunda guerra lo perdió todo, inclusive a muchos familiares. La hambruna los obligó a huir y emigrar con apenas dos valijas. Para ella un hombre como Hermann era perfecto, porque simbolizaba seguridad, sobriedad y estabilidad. Él era el progreso y la acérrima defensa de cada logro. El lema de ella era: “Cada día avanzamos un poquitito más”. Exactamente eso fue lo que hicieron durante toda la convivencia matrimonial. Olaf solía bromear diciéndole: “Sí, un pasito más, pero ¿hacia dónde?”. Ella se sonreía, sin saber qué responderle, pero sin angustiarse por eso tampoco, porque lo importante era la marcha en sí. Frida podía darse el lujo de ser generosa y disfrutar de la vida, porque sabía que a su lado tenía una roca sobre la cual podía apoyarse tranquila y despreocupadamente. Con su marido al lado, nunca más atravesaría las miserias que había vivido de niña. Por eso para ella no era un sacrificio ayudarlo en la confitería. Era su deber, que además le producía mucho placer. Y para Hermann su mujer era un remanso, una persona absolutamente confiable, que lo apaciguaba con su calidez y su afecto. Ambos realmente se complementaban. Con una mujer recalcitrante como él, Hermann habría potenciado sus obsesiones y, además, se habría aburrido; asimismo, al lado de un marido despreocupado como ella, Frida habría perdido toda su frescura y espontaneidad.
En cuanto a Olaf, él jamás sintió que su casa fuera un hogar sino apenas el sitio donde él y sus padres pernoctaban, es decir, un lugar de paso; no recordaba vivencias compartidas allí, Él no entendía por qué cada mañana tenía que irse a la casa de la abuela. Ni bien amanecía, los papás se iban a la confitería y él a lo de su “Omi”. Muchas veces Olaf tenía ganas de quedarse un rato más en la cama o jugar, pero no podía. Fue criado por su abuela paterna; la Oma, que había sido muy estricta y fría con su hijo Hermann, trató de enmendar ese error dándole muchísimo afecto a su nieto. Tuvo un trato muy dulce con él, porque había visto apenada cómo su hijo se había convertido en una máquina de trabajar.
Hermann sintió envidia tanto del amor de su madre como del de Frida hacia Olaf. Consideraba que su mujer era demasiado permisiva con el chico. Cuando este terminó su bachillerato, y con la mejor intención por parte de ambos, padre e hijo iniciaron un proyecto juntos referente a una propiedad. Olaf quiso acercarse así a Hermann y aprender su modo de ver la vida. Fue un rotundo fracaso: su padre lo trató como a un empleado más. Fue muy traumático para Olaf, que veía a su padre muy “metido en la vida”, pero sin poder hacerle un lugarcito a su lado.
Hermann alcanzó su meta de pagar el terreno cuando se jubiló. Ese fue el momento de máxima satisfacción en su vida. Se sentía como el alpinista cuando logra hacer cumbre luego de una minuciosa preparación y un denodado sacrificio. Ya no tenía más deudas, ni culpas, ni presiones. De no tener tiempo, pasó a tener toda la autonomía para hacer lo que quisiera. Ahora sí, Hermann obtendría su revancha en la vida y comenzaría a disfrutar. Al fin podría disponer de su tiempo a su antojo.
Sin embargo esa gran libertad comenzó a angustiarlo: la percibió como un inmenso vacío imposible de llenar. Todos le decían que se dedicara a actividades que le brindaran placer… algo desconocido para él. ¡Él no sabía nada acerca del placer! No sabía por dónde empezar, porque era un lenguaje ajeno a su historia. Entonces buscó algún ejemplo alrededor suyo: se fijó qué cosas eran placenteras para los demás. Descubrió que muchos hombres de su edad disfrutan del golf. Hermann comenzó a tomar clases particulares de golf. Intentaba inútilmente de jalar con la misma elegancia con que lo hacía su profesor. Mientras tanto, se preguntaba para qué quería él que una pelotita entrara en un lejano agujerito. Sus movimientos eran torpes y huecos como su actual existencia. Aunque se lo propusiera, no logró divertirse. No le encontraba el sentido a nada de lo que estaba haciendo. Le pareció que el deporte comprometía demasiado su cuerpo, ya sin gracia. Entonces incursionó en la lectura; pero, al comenzar a leer, su impaciencia era tal que le impedía disfrutar del camino: quería llegar lo antes posible al final de la novela. Además, creía que debía retener el material leído, como si se tratase de un texto de estudio sobre el cual después tendría que responder preguntas. No, tampoco se dejó llevar por el goce de la lectura.
Hermann ya no pudo cambiar. Era demasiado tarde para modificar su esquema anterior de pensamiento. Había vivido demasiado tiempo lejos de la felicidad: cuando se dispuso a buscarla, no la encontró por ningún lado.
Falleció al poco tiempo. Sin escándalos, prolijamente. Su entierro fue muy concurrido; los habitantes del pueblo lo recordaron como un hombre ejemplar, cordial, fiel marido de una simpática mujer, padre modelo para un buen hijo… En suma, un hombre con una vida perfecta.
Olaf se propuso ser diferente de su padre. Como este pasó sus días encerrado entre cuatro paredes y con actividades sedentarias, él eligió el aire libre y la vida nómade. Mientras Hermann desplegó su amabilidad hacia sus vecinos por considerarlos potenciales clientes, Olaf decidió no tener intereses solapados con nadie. Dado que la rutina del padre era repetitiva y gris, él prefirió el cambio permanente como rutina. Si el objetivo del padre era convertirse en propietario de múltiples inmuebles, Olaf resolvió no tener muebles ni inmuebles. Como su padre se había focalizado en el capital y el ahorro, él eligió vivir con lo básico y utilizar el dinero únicamente como un medio. Si la agenda paterna había sido rígida, Olaf encontraría un estilo de vida flexible, con horarios inesperados. Hermann había tenido pocos vínculos, todos ellos fuertes y definitivos, por lo tanto Olaf eligió no echar raíces con nadie y convertir en amigos a sus circunstanciales compañeros de ruta. Hermann había tenido un solo amor; por consiguiente, su hijo prefirió tener relaciones apasionadas y pasajeras. Recordando que su padre valoraba a las personas según su poder económico, Olaf antepuso el plano humano. El lugar social al que accedió Hermann fue alto y honorable, consecuentemente el perfil de Olaf sería bajísimo. Debido a que su padre había construido una sólida y solemne reputación, atada de modo esclavizante a la opinión pública, Olaf se dedicó a buscar nuevos horizontes, sin dependencia alguna del qué dirán… Pero ¿qué tipo de vida reunía todas estas características? Olaf lo pensó mucho y, cuando lo descubrió, no lo dudó un instante: se hizo camionero.
En efecto, durante diez años recorrió toda Alemania en su camión, que funcionaba como casa rodante y lo llevaba diariamente a conocer personas y paisajes inexplorados. Su vida se desenvolvió en la más absoluta libertad. Con un total desapego en relación con el espacio, el tiempo, los objetos y el dinero. Así como el hogar de su infancia había sido un lugar de paso, ahora su nueva casa era el mundo entero, donde él también estaba, en forma permanente, de paso. Ser camionero era ser como un turista aventurero que desconoce qué le deparará el destino. Su vida era estar en tránsito, a veces dulce y a veces amargo, pero siempre dinámico e insospechado. Lo que para otros es una bisagra, una transición entre un lugar y otro, para él era la vida misma. La gente que Olaf se encontraba por el camino era heterogénea y extravagante, llena de anécdotas singulares para contar. Él, ante los demás, era un libro abierto: nunca tenía segundas intenciones y se manifestaba con desinteresada franqueza. Olaf aprendió a pernoctar al aire libre. A pasarse horas en silencio. A cantar solo con las ventanillas abiertas, en medio del campo soleado. A dormir siestas interminables al costado de la ruta. A comer a deshora o a no comer. La radio del camión era su compañera más leal. Su vida errante se poblaba de vínculos inestables. Podía aceptar o rechazar trabajos, nadie lo obligaba a nada. Podía pautar su agenda a su antojo. En Alemania, esto es común entre aquellos que son dueños de su propio camión. A nivel afectivo podía relacionarse enseguida con los demás, con una profundidad de diálogo inusual, pero con la misma rapidez podía desvincularse y prescindir de ellos. Se conectaba y se desconectaba sin padecimientos. Justamente, lo que más placer le daba eran las constantes variaciones. Disfrutaba ese agradable descontrol. Las despedidas no le dolían; desde el vamos él sabía que esas eran las reglas de juego. A veces, algún “adiós” le suscitaba cierta tristeza, pero siempre era preferible esa situación a la de su padre, que había vivido amarrado a la opinión pública. A Olaf lo conocían en muchísimos lugares, pero no en profundidad.
Luego de conocer toda Alemania, vendió su camión y se lanzó a viajar por el mundo visitando los lugares más pintorescos y exóticos. Adquirió una gran facilidad de adaptación a cualquier lugar, a cualquier persona, a cualquier circunstancia. Y en todos lados tenía la misma actitud: observaba, era espectador. Vivía y dejaba vivir. No criticaba ni juzgaba, y eso le confería una tranquilidad que la gente sabía apreciar. Era muy grato estar junto a él . Adoraba su independencia, su autosuficiencia y su peregrinaje.
Hasta que llegó un momento en que se sintió demasiado suelto y solo. Nadie lo conocía a fondo y él tampoco conocía a los demás. Su único compromiso era recorrer el mundo. Inicialmente se había ido de su casa buscando libertad. Sin embargo, ahora empezaba a preguntarse si, en vez de ser libre, no se había dedicado a huir permanentemente.
Estando en Buenos Aires, decidió iniciar una terapia. A lo largo de las sesiones, se preguntó si oponerse a todo lo que su padre representaba era ser verdaderamente libre. Llegó a la conclusión de que no: la rebeldía total es tan encasillante como la imitación obediente, porque se sigue dependiendo de la misma persona de la que uno quiere diferenciarse. Esta revelación lo llevó a admitir que él seguía profundamente determinado por la impronta paterna. Si bien había logrado liberarse de las obsesiones de Hermann, no se había podido liberar aún de él. ¿En qué medida era autónomo, si su proceder no era por propia elección, sino que era el reverso de la elección de su padre?
Olaf comprendió entonces que, hasta ese momento, había atravesado solo la primera etapa de su liberación. Ahora debía afrontar la segunda, en la que la libertad significaría otra cosa: poder elegir su vida más allá del modelo paterno, incorporar algunas características de su padre, excluir otras, pero fundamentalmente identificarse con personas diferentes y mezclar todo eso con características propias.
Para llegar a esa instancia, antes Olaf tuvo que admitir que él detestaba a su padre, que desde pequeño lo consideró un manipulador con la gente, un especulador con los precios, un hombre frío y muy calculador. Tuvo que reconocer su sentimiento de vergüenza ante su falta de escrúpulos. Hermann era, según su mirada, un ser egoísta, mezquino y miserable con el dinero y con los afectos; lleno de complicadas artimañas para engañar a los demás. Para Olaf la gente estaba para ser amada, y los objetos para ser usados. Su padre había invertido esta ecuación: amaba el dinero y usaba a la gente. Y aunque los habitantes del pueblo lo calificaban de trabajador y honesto, su hijo lo consideraba inmoral por pensar siempre cómo aprovecharse de los demás. Eran muchas las cosas que él no podía perdonarle: que jamás lo hubiera elogiado, que una sola vez le hubiera dado un abrazo, recién cuando Olaf cumplió treinta años… Sin embargo, había algo más grave aún: lo que no podía perdonarle de ningún modo a su padre era que no le hubiera confiado su secreto para enriquecerse. Esa fue para Olaf la mayor de las avaricias de Hermann: no haberle transmitido su sabiduría comercial.
Olaf debía perdonar a su padre, hacer las paces con su recuerdo, ya que Hermann había fallecido muchos años antes. Y eso obligaba a Olaf a desarraigarse de nuevo, pero esta vez de su rencor: un rencor arcaico que lo había acompañado en su vida errante en los sitios geográficos más alejados del planeta.Solo pudo hacerlo cuando se dio cuenta de que, así como él había sido víctima de su padre, éste lo había sido de sus propias obsesiones y las de sus ancestros. Hermann había sido avaro con su hijo, es cierto, pero ante todo lo había sido consigo mismo, porque no había disfrutado de absolutamente nada. A pesar de haber tomado distancia externa, geográfica, Olaf nunca había tomado distancia interna. O al revés, tal vez se había escapado eligiendo la vida errante justamente para no tener que mirar a su padre desde otro lugar. Cuando se detuvo y logró hacerlo, comenzó a observarlo como a un tipo cualquiera, más allá de su rol de padre, y descubrió con horror que la voracidad financiera de Hermann había sido el látigo que lo torturó a lo largo de toda su vida. Vio que se trataba de un adicto al dinero y que esa adicción lo había esclavizado en un continuo padecimiento; Hermann, en su rigidez y su austeridad, jamás había sido feliz.
Cuando Olaf pudo entender que su padre nunca había logrado experimentar la plenitud y la libertad que él había sentido cada mañana y cada atardecer durante su década como camionero, logró reconciliarse con él. Sintió pena y compasión por ese hombre gris y mediocre que tanto desvalorizaba la mediocridad de los asalariados. Lloró por el sufrimiento de su padre.
Fue entonces cuando, por fin, Olaf accedió a la más auténtica y profunda libertad: la suya.