LAS HUELLAS DE NUESTROS TRAUMAS
Esta semana atendí a una paciente que me narró el tiempo en que vivió en Israel durante la Guerra del Golfo (enero y febrero de 1991). Su relato me permitió reflexionar sobre cómo los traumas individuales se engarzan en el contexto sociopolítico que nos rodea. En el caso de mi paciente esto se ve de manera muy obvia, porque se trató de un contexto bélico; pero muchas veces ocurre también en escenarios aparentemente menos peligrosos o traumáticos y que igualmente nos afectan con intensidad.
Mi paciente me relató que, mientras duró el conflicto del Golfo, la población tuvo que aprender forzosamente a utilizar ciertos elementos o palabras y a adoptar nuevos hábitos: por ejemplo, utilizar una máscara protectora, porque existía el temor a un posible ataque con armas químicas. Para proteger a los bebés usaban otro sistema: una cuna especial con una cobertura plástica transparente y hermética. Tanto las máscaras como las cunas eran propiedad del ejército y hubo que devolverlas al terminar la guerra.
Los bombardeos se anunciaban con parlantes instalados en la calle, mediante dos tipos de sirenas: una de sonido ondulante indicaba la proximidad de un ataque y otra, continua o plana, anunciaba el fin del peligro.
Las familias tenían que elegir una habitación de sus casas como refugio en caso de emergencia. Dentro debían almacenar provisiones y tomar la precaución de colocar un trapo húmedo en la rendija inferior de la puerta, para evitar que entraran gases tóxicos. Las ventanas ya debían estar selladas con cinta de embalaje y lo mismo se hacía con las puertas luego de ingresar. En los edificios de departamentos más modernos se utilizaban los sótanos, que estaban blindados. También existían refugios públicos, para los casos en que un ataque sorprendiera a las personas fuera de sus hogares. Mi paciente tuvo que compartir su refugio con nueve personas más y dos perros.
Cada ciudadano portaba un kit de supervivencia. Incluso los niños debían llevar el suyo, y a los más pequeños se los incentivaba para que lo decoraran, de modo de disminuir la carga negativa que implicaba portarlo.
Durante la noche (entre las 23 y las 7 de la mañana) la radio transmitía continuamente un silencio que solo se interrumpía para dar instrucciones a la población cuando ocurría un ataque.
La ciudad de Tel Aviv, donde vivía mi paciente, se subdividió en zonas de acuerdo con el grado de peligrosidad que implicaba permanecer en ellas; las más alejadas del centro eran las menos peligrosas. Esta subdivisión se hizo también en otras ciudades del territorio.
Lo llamativo es que, durante toda la guerra, Tel Aviv no recibió ningún bombardeo. Las precauciones tomadas no se aplicaron a ataques reales, pero igualmente dejaron huellas indelebles en las personas y determinaron situaciones de intenso estrés.
Por ejemplo, durante el conflicto, mi paciente perdió un embarazo de dos meses de gestación. Ya había tenido un aborto espontáneo un año antes, por problemas de salud, pero el deseo de tener hijos permanecía: por eso había intentado el segundo embarazo Es muy posible que el estrés asociado al conflicto bélico influyera para que este segundo intento tampoco prosperara.
El peligro podía alcanzar a todos en todo momento: se vivía cada día con esa espada de Damocles sobre la cabeza. A tal extremo llegaba el miedo que, estando mi paciente hospitalizada luego del legrado, comenzó a sonar la sirena que anunciaba la posibilidad de un ataque y ella tuvo que colocarse la máscara.
En las sesiones de terapia trabajamos con la agenda que mi paciente usó mientras duró la guerra. Fue llamativa la manera que ella eligió para registrar sus vivencias: de una escritura minuciosa, abarcando exactamente el espacio asignado a cada día, pasó a escribir sin respetar los casilleros, con letras de colores, incluyendo dibujos de banderas, misiles o máscaras y hasta insultos. Así como esas vivencias espantosas atravesaban sus días, las letras y palabras de su escritura invadían las páginas.
Este relato nos permite ver cómo las tragedias colectivas potencian o desencadenan traumas individuales. Así como existían niveles de peligrosidad en la ciudad donde vivía mi paciente, en su situación también había distintos niveles de peligro inminente y de muerte: en el centro, el dolor por su embarazo perdido; a su alrededor, el miedo de morir en un bombardeo estando en el hospital. A esto se le añadía, por si fuera poco, el miedo a no poder tener hijos, ya que se trataba de la segunda pérdida. Las consecuencias de este suceso de hace 28 años perduran aún hoy, porque mi paciente relata que, cada vez que escucha una sirena de ambulancia, bomberos o policía, se angustia mucho.
Cualquier señal sensorial (como un sonido, en este caso) puede remitir de manera directa a un suceso traumático que hemos vivido; por eso en la terapia se presta mucha atención a estos detalles aparentemente mínimos pero que funcionan como interruptores que “encienden” el recuerdo de experiencias dolorosas.