¿Solés usar refranes para explicar situaciones de tu vida?
¿Hay en tu familia una frase que se repite de generación en generación?
¿Tenés una frase de cabecera que determina tus actos?
En todos los idiomas hay pensamientos que responden a creencias populares y se transmiten de generación en generación. Cuando se afincan en una comunidad entera, pueden convertirse en refranes, como por ejemplo “No hay mal que por bien no venga”. Si el arraigo se produce dentro de una familia, la frase se vuelve mandato, como pasa con “Todo lo valioso requiere esfuerzo”.
Casi todas estas frases tienen un significado positivo y una intención estimulante: el último ejemplo puede servir para incentivar a alguien a superarse para alcanzar un final feliz. “No hay mal que por bien no venga” nos sirve de consuelo ante algún suceso negativo, para que pensemos que algo bueno puede estar por venir.
Todo esto funciona en la teoría; pero ¿qué pasa cuando las personas incorporan estas frases al pie de la letra, en forma exagerada y sin admitir la posibilidad opuesta? Por ejemplo, si tomo literalmente el refrán “No hay mal que por bien no venga”, puedo pensar que nada bueno puede llegar a mi vida sin padecer antes una situación mala. Si incorporamos textualmente la idea de que “todo lo valioso requiere esfuerzo”, desvalorizamos todo lo que se obtiene con facilidad o con talento natural, o desdeñamos cualquier actividad placentera porque no implica sacrificio.
Estas interpretaciones tienen consecuencias concretas en nuestra vida cotidiana: hay quienes llegan al punto de complicarse la vida adrede para merecer aquello que obtienen y hasta desconfían de lo que se les brinda “en bandeja”. Si resuelven un trámite con rapidez, piensan que “hay gato encerrado”: algo habrán hecho mal.
Más ejemplos: la idea de tener que juntar recursos durante un período de bonanza (la “época de vacas gordas”) para superar la escasez (la “época de vacas flacas”), instala la creencia de que siempre, después de algo bueno, va a llegar algo malo. ¿Y acaso podemos llegar a creer que solo “al que madruga, Dios lo ayuda”? ¿Qué pasa con quienes trabajan de noche y duermen de día? ¿Dios se olvida de ellos?
No se trata de que las creencias sean erróneas, ni que debamos eliminarlas, sino que nuestra interpretación literal las vuelve perjudiciales. Por ejemplo, casi siempre es cierto afirmar que “todo no se puede”: es una frase que nos brinda tranquilidad. Pero a la vez, puede terminar siendo un mandato que nos detiene y hace que nos neguemos a ir en busca de algo más.
A veces no se trata de refranes, sino de información que se comparte como una aseveración 100% verdadera: por ejemplo, circula la idea de que el enamoramiento en las parejas dura solo dos años. Si nos aferramos a esto y no nos permitimos cuestionarlo, podemos llegar a creer, en el momento de cumplir el segundo aniversario en pareja, que ya se tiene que terminar el romance, aunque en nuestro interior no sintamos así.
¿Cuál es la solución a esta interpretación dañina de las frases hechas? Se trata de usarlas como guías o estímulos pero sin dejar de ver su reverso, su contracara. Así evitaremos quedar presos en la literalidad de los mandatos.
En la terapia, cuando aparecen este tipo de frases en las sesiones, el analista puede ayudar al paciente a desarticularlas y a releerlas en una clave diferente: buscar su vinculación con su contexto (familiar o cultural), y así liberarse de ellas para no ser víctima de sus palabras.
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