La queja verbal es un fenómeno que, con mayor o menor frecuencia, nos visita a todos. Se trata de un lamento autorreferencial de victimización. Está anclada en hechos reales y puede presentar una dosis de exageración; irrumpe y nos invade en forma majestuosa para desahogarse. A veces viene acompañada de rencor, desazón o enojo, y puede manifestarse a través del llanto.
A nadie se le ocurriría detener a una ola gigantesca dispuesta a llevarse todo por delante. Ocurre lo mismo con la queja, que no tolera interrupciones y detesta el diálogo ecuánime. Es déspota y necesita monologar para escucharse a sí misma y así terminar de definir y justificar los motivos de su existencia. Es soberbia y minuciosa en los detalles; su función es denunciar injusticias dramáticas que su portador padece. Tiene un envoltorio épico, pues quien la enuncia se siente un héroe en desgracia. Por eso la queja se indigna cuando la minimizan, se ofende cuando la contradicen y se enfurece cuando la naturalizan. No es objetiva –ni pretende serlo– y se irrita ante comentarios niveladores de “paz y amor”. Mientras se expresa, rechaza las soluciones y el consuelo.
Busca un oyente silencioso que la acepte tal cual es, porque la catarsis no se discute: se presencia. Y la manera de presenciarla es con atención genuina e interés incondicional. El que escucha suele sentir que tiene que intervenir, por la ansiedad que el relato del quejumbroso le provoca. Pero no hace falta que haga ni diga nada. Con que lo comprenda con amor, alcanza y sobra. Es curioso porque, una vez que le dan su lugar para explayarse, la queja se retira como por arte de magia y, para el oyente, es como si saliera el sol: el quejumbroso se serena, enjuga sus lágrimas y vislumbra las cosas con mejor humor.
Si, en cambio, el oyente la relativiza o le habla de un mal mayor, la queja, encaprichada y fastidiada, responderá: “¡No me entendés! ¿Vos también estás en mi contra?”. Acto seguido, se ensañará con su interlocutor, se volverá más cruel y despiadada al punto de parecer patética. Es entonces cuando el oyente se aleja agotado, frustrado o indignado ante el agravio. Y el portador de la queja comenzará a rumiar en soledad que nadie en el mundo lo entiende. El resultado es que ahora hay dos problemas: el inicial (que generó la queja) y el consecuente (entre las dos personas que discutieron).
¿Qué hacer cuando algún ser querido se acerca con un “ataque de queja”? No escaparse, sentarse a su lado, apagar el celular, respirar hondo y dejar que hable. No hace falta inventar una respuesta reconfortante. No importa que el problema que lo a-queja esté sobredimensionado. Tampoco hay que tomar en forma personal lo que relate. Lo mejor es callar poniéndose en el lugar del otro. No conviene generalizar (“esto nos pasa a todos”), ni comparar (“a mí me pasó peor que a vos”) ni analizar la situación (“desde otro enfoque esto es diferente”). Si le decimos “te vas a enfermar”, probablemente se ponga peor, pero no por lo que le pasó sino por la ira que le produce el comentario. Si le decimos “¡no es para tanto, no exageres, bajá un cambio!”, estaremos devaluando su desahogo y eso es contraproducente. La queja exige respeto y no admite banalizaciones. Por ejemplo, cuando alguien nos cuenta su frustración y su agotamiento ante un trámite engorroso que parece no tener fin ni servir para nada, no es bueno criticarlo ni culparlo. Son momentos en los que no importa la veracidad de los hechos ni tener la razón: hay que aliarse con la persona que se queja, para evitar que su ira aumente. Después, con tranquilidad, se puede retomar el tema.
¿Y qué hacer cuando la queja nos atrapa a nosotros? Podemos pedirle a alguien cercano que, simplemente, nos escuche sin opinar, corregirnos ni culparnos por lo que nos pasa. De esta manera, le indicamos al otro cuál es la ayuda que necesitamos en ese momento. Este modo de proceder evita muchas peleas vinculares, porque se frena la “onda expansiva” de la queja que, de no cortarse, terminaría afectando a todo el entorno.
Así como la ausencia de toda queja conduce a la enfermedad, su permanencia indefinida también. Cuando, en vez de ser una visita ocasional, se instala en el sujeto como quien se apoltrona cómodamente en un sillón, nos encontramos ante un problema: el deleite de la autocompasión. En estos casos la protesta se torna un modo de vida en el que la “queja serial” va migrando de un tema a otro, generando una eterna insatisfacción. La terapia en estos casos es muy necesaria.
La queja constituye una presencia habitual en las sesiones terapéuticas. Para que sea sanadora y posibilitadora requiere, ante todo, contención. Una vez despejada, da lugar a la próxima etapa: la de la resolución.