Hay momentos en los que nos sentimos genuinamente felices: en cada ámbito de nuestra vida percibimos que estamos atravesando una etapa de plenitud. La reacción lógica sería relajarnos y disfrutar. Sin embargo sabemos que, tratándose de cuestiones humanas, la lógica que funciona no es la racional, sino otra muy distinta.
Frecuentemente nos manejamos con una idea errada de equilibrio, como si tuviéramos en mente la imagen de una balanza cuyos platillos deben estar siempre nivelados; esto significa que, si estamos pasándola muy bien, pronto se avecinará alguna tragedia. Y nuestra actitud es de desconfiada sospecha, como si dijéramos: “¿de dónde vendrá el golpe que me baje a tierra?”.
Una reacción muy común está vinculada con la culpa: sentimos que nos va demasiado bien, es decir, que no nos merecemos lo que nos pasa. Una variante de este enfoque se produce al compararnos con gente a la que le va peor: deseamos que a todos les vaya tan bien como a nosotros, nos da pudor que no sea así y tememos que se entristezcan o nos envidien. Entonces, a veces, escondemos o minimizamos nuestras buenas noticias; por ejemplo, cuando logramos algo que un amigo íntimo deseó más que nosotros y aún no consiguió. Esta creencia, la mayoría de las veces, es errónea: nuestros allegados pueden alegrarse mucho por nuestros logros y no necesariamente nos envidiarán por ello: es más, nuestro bienestar los ayudará a darse cuenta de que ellos tienen posibilidades de alcanzar la misma meta. La reflexión sería: “Si mi amigo pudo, yo también voy a poder”.
Otra variante se basa en un criterio de intercambio: creemos que todo tiene su precio en la vida, y que lo bueno hay que pagarlo con iguales cantidades de sufrimiento. Si no se abonó antes, habrá que hacerlo en un futuro. Podemos visualizar esta idea como las dos columnas de un libro contable, una para el haber y otra para el debe. Y nuevamente, como en el ejemplo de la balanza, sostenemos que ambas columnas tienen que arrojar resultados parejos.
Hay casos extremos en los que, cuando una persona realiza un sueño largamente añorado, empieza a manifestar conductas que arruinan ese logro, a tal punto que finalmente lo pierde. Sigmund Freud los llamaba “los que fracasan al triunfar”. En estos casos la privación, que durante mucho tiempo fue externa y real, una vez superada, se convierte en una privación interna: la persona incorpora ese “no” que antes provenía del entorno y destruye el objetivo alcanzado. Aquí se manifiesta, entonces, la paradoja de que, al mismo tiempo que se desea algo, muchas veces se desea que no se cumpla.
Pero sin llegar a tanto, lo que se ve repetidamente en las terapias es la aparición de conductas de autoboicoteo. No en vano existe una rima popular en alemán que dice: “Nada es más difícil de soportar que una seguidilla de días felices”. Esta gran verdad alude a la resistencia que tenemos incluso hacia lo bueno. Esto es así porque también lo positivo debe ser admitido y procesado: en terapia, se trabaja para cuidar y sostener los logros obtenidos.
Por eso es importante prepararnos durante el camino para que, cuando lleguemos a la meta, estemos a la altura de las circunstancias. Esto significa que literalmente podamos aguantar la felicidad y aceptar con gratitud que, a veces, la balanza puede permanecer mucho tiempo desnivelada a nuestro favor.