A veces, cuando alguien hace un comentario que nos enoja o tiene una actitud que nos ofende, decidimos callar. Lo mismo ocurre ante la decepción causada por la ausencia de algún gesto esperado que no llegó: preferimos conservar la armonía a cambio de nuestro silencio. Pero si siempre nos mostramos pasivos y ocultamos nuestro desagrado, nos encontramos frente a un problema: el temor a afrontar conflictos. ¿Qué nos lleva a reprimirnos? Pensamientos tales como:
- Lo que pasó fue una excepción, no volverá a ocurrir.
- No debo engancharme. Debo superarlo.
- Si tolero este mal trago, la situación mejorará.
- Algún día él o ella cambiará en forma espontánea.
- Ella o él no cambiará jamás, así que no vale la pena reaccionar.
- No quiero caer mal ni que me rechacen.
- No quiero estropear el vínculo ni provocar una situación incómoda.
- Ahora no es el momento.
Sucede que, con el tiempo, los disgustos se van superponiendo hasta que un día cae la gota que rebalsa el vaso. Y entonces se produce la gran explosión. La persona “acumuladora” súbitamente le pone fin a un matrimonio longevo y aparentemente feliz; o renuncia a un trabajo en el que se desempeñó en forma ejemplar durante décadas. Se trata de puntos de no retorno, porque se sobrepasó el nivel de saturación: aunque lo desee, el individuo ya no puede dar marcha atrás. La noticia cae en su entorno como baldazo de agua helada: todos quedan desorientados y el comentario general es: “No sé qué pasó ¡si estaba tan bien!”. Incluso la anécdota que motiva ese “punto final” suele ser trivial. Al compararla con situaciones previas supuestamente superadas, los allegados definen al “acumulador” como alguien que, de pronto, “enloqueció” cuando, en realidad, el estallido se debe al conjunto de sufrimientos silenciados.
Lo que sucedió es que el acumulador no dio señales previas. Tuvo una conducta pendular: pasó de un extremo al otro. Aguantó hasta donde pudo y, de repente, explotó. No dio chances a quien le causó dolor o enojo para que modificara su conducta y recompusiera la relación; por eso, al estupor se agrega una sensación de estafa.
¿Cómo se evita el estallido? Dosificando: no debemos obviar lo que nos molesta. Las amarguras en pequeñas cantidades pueden metabolizarse mejor. Hay que dar avisos previos. Y si soy de reacción lenta, cuando descubro el motivo de mi malestar, me comunico con la persona en cuestión y se lo manifiesto, aunque sea un mes más tarde, dado que los sentimientos no tramitados no tienen fecha de vencimiento. El mensaje es: “para no dejarte, para seguir a tu lado, voy a hablarte de lo que me desagrada; afrontemos juntos un conflicto menor para impedir uno mayor.”