El desgano se define como la ausencia de deseo o de gusto por hacer algo. Está relacionado con el tedio, que es el estado anímico de gran pesar o fastidio por tener que soportar algo o a alguien que no nos interesa. Esto describe exactamente lo que nos sucede cuando tenemos que encarar actividades que nos desagradan y que no podemos delegar.
El desgano se manifiesta como un círculo vicioso: primero sentimos debilidad, flojedad para empezar y postergamos la tarea en cuestión; luego, cuando recordamos que está pendiente, surge la culpa (que a veces se suma a otra: la de no haber cumplido pasos anteriores necesarios); esta culpa, en vez de hacernos retomar nos lleva a postergar nuevamente la actividad y, a su vez, la postergación nos quita más fuerzas. El resultado final es un profundo cansancio por la inacción y un cargo de conciencia, como si lleváramos una enorme piedra dentro de nuestra mochila. A veces nos sumergimos en la desesperanza de pensar: “nunca lo voy a lograr”.
Los que nos rodean suelen interpretar nuestra inmovilidad como negligencia y descuido; como una señal de falta de responsabilidad, un abandono y desapego total. Pero en realidad nosotros somos las primeras víctimas del desgano porque nuestra falta de reacción nos llena de sufrimiento. La culpa siempre busca un castigo que, en este caso, es la imposibilidad de realizar o disfrutar de cualquier otra cosa.
Este fenómeno puede darse también frente a algo que amamos hacer pero que no nos animamos a concretar por diversas razones: por miedo a las críticas de los otros, por desconfiar de nuestra propia perseverancia o por temor a las futuras dificultades. Un ejemplo de esto son los bloqueos artísticos: una escritora puede confiar en su capacidad para narrar, pero dudar de la recepción que sus textos tendrán en el público lector y, por eso, anularse hasta el punto de no escribir ni una frase. Esto la sumerge en un profundo padecimiento.
Para desarmar este mecanismo nocivo del desgano es bueno concentrarse en el primer paso, el más insignificante y pequeño, que es también el más difícil de dar. Despejar la culpa que solo nos hunde más y detener los pensamientos de autocastigo. Dejar de martirizarnos con que es demasiado tarde para comenzar. En nuestro ejemplo, la escritora puede empezar asignando un tiempo en su agenda para la escritura, aunque no se le ocurra ninguna idea y solo produzca medio párrafo.
Dar ese primer paso implica siempre un esfuerzo. Según las leyes de la física, para que un cuerpo se mueva, es decir, para que supere la inercia de la quietud, es necesario emplear una fuerza adicional. Nuestra vida cotidiana, aunque no lo parezca, es una sucesión de esfuerzos adicionales para ponernos en marcha, y también para torcer nuestro rumbo una y otra vez a medida que debemos cambiar de actividad. El equivalente a esa “fuerza adicional” que plantea la física es nuestra propia voluntad. Si a la mañana me siento abrumada por la seguidilla de compromisos que me esperan, pienso que lo importante es levantarme y abrir la canilla para ducharme; eso sólo. Salir del desgano no es algo que surge espontáneamente, es una decisión que en algún momento hay que decretar.
Generalmente pensamos que tenemos que estar bien para arrancar, pero es al revés: tenemos que arrancar para poder estar bien. Una vez que nos encaminamos, con nuestro malhumor y fastidio a cuestas, cada paso que damos nos aleja más del desgano. Recordemos que al final nos espera una satisfacción, la de ese logro cumplido.