Existen personas que se resisten a delegar tareas. Algunos creen que nadie podrá hacer la labor mejor que ellos. Generalmente se trata de personas muy inteligentes, habilidosas y exigentes; su curiosidad los lleva a aprender a hacer todo con sus propias manos y en la mayoría de los casos disfrutan haciéndolo. Su experiencia y perfeccionismo hacen que a veces no acepten ayuda y, en cambio, adopten una actitud soberbia hacia los demás, argumentando que no alcanzan su nivel de excelencia. Tampoco imparten sus conocimientos, para evitar que otro los reemplace, porque en el fondo no quieren perder protagonismo. También están los que no delegan porque priorizan la rapidez por sobre la excelencia. Por otro lado están los que no recurren a personal especializado para evitar gastos y hacen el trabajo desde su inexperiencia, la cual genera, lógicamente, dificultades y retrasos. No disfrutan de la tarea pero sí del ahorro, el cual no siempre es a causa de necesidades económicas; a veces, aún teniendo los recursos, se manejan como si no los tuvieran, porque, entre otras cosas, han sufrido carencias en el pasado o una educación demasiado estricta en cuanto al manejo del dinero.
El problema es que estos sujetos quedan esclavizados y abrumados por sus presiones internas. Terminan protestando contra la torpeza e incapacidad ajena y no se permiten relajarse ni conectarse con el ocio. Así es como sus responsabilidades con el tiempo van aumentando. Es importante que deleguen, aún cuando el trabajo final del otro sea peor que el suyo propio porque, de lo contrario, los demás se acomodarán, cada vez más, en su lugar de pasivos espectadores.
Pasemos al grupo de quienes “delegan sin delegar” o que lo hacen a medias. Un ejemplo es la persona que asigna una tarea pero continúa controlando a cada paso al delegado: lo vigila y corrige a cada instante. El resultado es que el delegante sigue conectado con el tema, no puede dedicarse a otra cosa y el delegado (cuando es idóneo y tiene la voluntad de hacer las cosas bien) sufre por no tener un minuto de paz: su rendimiento empeora por el nerviosismo que le genera ser observado. Ambos terminan frustrados.
Cuando el delegante critica un trabajo terminado, lo primero que tiene que preguntarse es si supo explicar qué hacer y cómo. Si uno no da bien las instrucciones, no puede luego sorprenderse ante un resultado insatisfactorio. Aunque parezca sencillo, es muy difícil comunicar reglas en forma acertada y entendible. Los que no dan indicaciones creen que hay una sola manera de hacer las cosas (la propia), que el otro adivinará cómo quieren que las haga, o no quieren que el resultado final sea exitoso para poder comprobar, una vez más, su teoría de que los demás son ineptos e inútiles.
Tampoco es bueno delegar en demasía, como, por ejemplo, sobrecargar al delegado confiriéndole tareas que no le corresponden, es decir, delegar trabajos que están dentro de sus aptitudes pero van más allá de sus responsabilidades; o exponerlo a una situación que supere sus capacidades; o exigirle una cantidad exagerada de labores.
Veamos ahora qué sucede con los que sí aprendieron a delegar. Son los que saben lo que desean, cómo lo desean y se lo explican al delegado con claridad y buena disposición, dándole acceso a los elementos necesarios y señalando la secuencia conveniente. Hacen advertencias y comparten secretos para facilitarle su labor: desean que la experiencia resulte exitosa para ambos. Mientras el delegado las realiza, el delegante avanza ocupándose de otras cosas, pero lo atiende cuando le plantea dudas. Igualmente siempre hay un margen para lo imprevisto, cuando el delegado toma decisiones sobre la marcha, que el delegante comprende.
Una segunda forma de delegar es decirle a alguien lo que debe hacer dándole la libertad de decidir en qué orden hacerlo. Por ejemplo: “Hay que ir al banco, contestar mails y hacer compras. Decidí vos qué querés hacer primero y qué al final”. El delegante solo quiere que las cosas se hagan, sin importar la secuencia.
Una tercera manera de delegar es dar una indicación general sin entrar en detalles. Si yo le pido a mi hijo que resuelva esta noche el tema de la cena familiar, después no puedo quejarme si hizo tallarines en vez de ensalada. En este caso, no se puede criticar el resultado si este difiere del que nosotros esperábamos.
En todos estos ejemplos damos por sentado que el delegado es honesto, capaz y con voluntad de hacer las cosas bien, cosa que no siempre ocurre.
Para evitar sorpresas desagradables, la clave está no solamente en confiar en que el delegado es capaz sino también en saber qué modalidad conviene elegir en cada situación: elegir la manera incorrecta o la persona inapropiada es otra forma de no delegar. Recordemos que la definición de “delegar” es: “dar la jurisdicción o representación” a alguien. Como vemos, tiene que ver con la entrega y la generosidad. Y esa generosidad tiene un punto de partida: admitir que uno no sabe hacer algo o que, sabiendo hacerlo, por distintos motivos, no quiere o no puede. Delegar es darle protagonismo al otro. Implica también elogiar el trabajo bien hecho y terminado a tiempo. Porque aunque reciba una retribución económica (en el plano laboral) o solo el agradecimiento (en el plano familiar), el delegado tiene además el derecho de sentirse orgulloso de su desempeño y elevar así su autoestima.