(En este texto abordaremos el duelo por la muerte de un ser querido, excluyendo a los demás duelos como, por ejemplo, los relacionados con un divorcio.)
Años atrás se hablaba de “superar” la muerte de alguien. Se consideraba que si, pasado cierto tiempo, reaparecía el llanto al recordar al fallecido, la persona no había elaborado bien el duelo. El llanto, en lugar de ser liberador, generaba la sensación de que algo estaba mal, y llevaba a que la persona se sintiera aún peor, creando así un círculo vicioso.
La muerte de un ser querido es la situación límite más dura de afrontar. Esto incluye la pérdida de una mascota, especialmente cuando ha convivido muchos años con nosotros.
Claramente no es lo mismo perder a un ser querido que está sufriendo una agonía por una enfermedad terminal que perder a alguien que, estando sano, súbitamente fallece en un accidente. En el primer caso, la despedida estaba anunciada y el fin del sufrimiento, quizás, otorga una mínima cuota de alivio. En el segundo caso, la muerte irrumpe produciendo un doble impacto, que nos lleva a preguntarnos si se podría haber impedido el suceso o no. Tampoco es lo mismo perder a alguien por una catástrofe natural (un sismo, por ejemplo), que en un acto delictivo o de terrorismo. En ambos casos se trata de muertes violentas, pero son vividas de formas muy distintas por los familiares y seres queridos. En el primer caso, al menos, sabemos que el desenlace era inevitable; mientras que, en el segundo, surgen la impotencia, la ira y, a veces, el deseo de venganza por algo que sí era evitable; muchas veces nuestro desconsuelo se potencia por la culpa que sentimos por haber sobrevivido o por atribuirnos un grado de responsabilidad (justificada o no) al respecto. La edad del fallecido también juega un papel importante: ver a un bebé o a un niño cuya vida finaliza en la etapa en la que todo se inicia, es desgarrador (más aún, si se trata del propio hijo), y es muy diferente a ver la retirada de una persona de 90 años; por eso, lo primero que preguntamos al enterarnos de un deceso es, precisamente, cuántos años tenía.
En todas las culturas y religiones hay una ceremonia de despedida. Este ritual es de fundamental relevancia: es el modo en que registramos la muerte en nuestro mundo espiritual, psíquico, físico y social; el final de una etapa y el comienzo de otra, la de la ausencia del fallecido. Por eso es tan difícil elaborar un duelo en los casos de desapariciones, ya sea por una guerra, por un accidente aéreo, un naufragio o por haber perdido el paradero. Siempre queda la ilusión de que algún día esa persona volverá. Por eso, en estos casos, puede ser sanador realizar una ceremonia simbólica para poder pasar así a la etapa del duelo. Desde el enfoque psicológico no nos corresponde incursionar en el campo religioso; sí podemos decir que mucha gente encuentra consuelo en la fe.
El primer duelo vivido siempre nos afecta en forma especial, aunque la persona fallecida no haya sido tan cercana, porque es nuestro primer contacto con la existencia de la muerte. Los duelos posteriores se van anclando en este primer aprendizaje. El modo en que transitamos el duelo tendrá mucho que ver con el vínculo que tuvimos con la persona fallecida. La duración del duelo propiamente dicho es variable y también dependerá de la capacidad de recuperación del que lo está atravesando.
Otro aspecto del duelo son los trámites que hay que hacer, los cuales, a veces son básicos y otras veces pueden ser complicadísimos, especialmente si la persona fallece en otro país o si la sucesión se tiene que abrir en el extranjero.
Jacques Lacan decía que existen dos muertes: la real y la del olvido. Podemos eludir la segunda muerte recordando a nuestro ser querido en nuestros diálogos cotidianos. Una persona recordada sigue estando viva de algún modo. Es bueno dejar de lado la solemnidad y el temor a reabrir heridas, para así hilvanar anécdotas simples vividas con el ser querido o citar frases típicas, agradeciendo haberlo tenido entre nosotros. La pena de la pérdida se mitiga trayendo el pasado en común a nuestro presente para compartirlo con los que lo conocieron, y con los que no, también. Sonreír pensando en cuál habría sido su reacción o su comentario ante lo que estamos viviendo, o evocar sus gustos es un buen modo de elaboración. Perdonar a la persona que ya no está y perdonarnos a nosotros también es muy reparador.
Aunque esté anunciada, es imposible prepararse para la muerte. Hay quienes creen que visualizando de antemano la vida sin el ser querido agonizante, sufrirán menos después. No es bueno anticiparse. Hay que cruzar el puente cuando este se nos cruce en el camino, no antes; de lo contrario, no solo nos perderemos la posibilidad de disfrutar del ser querido mientras aún está con nosotros, sino que llegaremos extenuados al momento de la despedida, sufriendo doblemente.
Más allá del modo en que se presenta ese momento, hay un punto que los iguala a todos: encontrarnos ante la muerte lisa y llana, la cual nos remite a la propia y nos hace revisar nuestra escala de valores. Si “superar” la muerte significa insensibilizarse ante ella, esto no solo es inalcanzable, sino, además, inútil. La ausencia se inscribe día a día y cada uno la va sobrellevando como puede. Y si en los aniversarios, o ante el surgimiento de un recuerdo, la ola de la tristeza nos vuelve a visitar, es importante saber que eso forma parte de la situación y que, como toda ola, esta también pasará. No significa que uno “no elaboró bien el duelo”, sino simplemente que extraña a su ser querido. Y si lo extraña es porque fue importante en su vida.
Si alguien recuerda a su ser querido a diario y amorosamente, está en todo su derecho de hacerlo. No es aconsejable negarlo, evadirlo o minimizarlo. El espacio terapéutico posibilita y ayuda a sobrellevar todo tipo de duelo, y es indispensable en el caso de los duelos patológicos. Estos son aquellos en los que la primera etapa del duelo se prolonga más de lo habitual y se caracterizan porque la persona vive todo desde el lugar de la pérdida y no logra rearmarse estableciendo nuevos nexos vitales o profundizando los ya existentes.
Hoy en día la tendencia es evitar todo dolor, y una de las formas es a través de la medicación. Esta es necesaria en caso de que el duelo sea patológico. Exceptuando los casos extremos, es saludable atravesar el duelo sin disfrazarlo, ocultarlo o esquivarlo huyendo de él, porque tarde o temprano lo no elaborado reaparece. (Ver “Combatir el Olvido”). La clave está en tramitar el duelo de un modo sanador: eso significa encontrar un buen vínculo interno con el recuerdo de la persona fallecida. De este modo, ese vínculo no fallece con la muerte, sino que se recicla y enriquece en forma dinámica. El recuerdo amoroso del ser querido nos llevará a sentirnos empoderados y acompañados en todo momento.