La interrupción es un fenómeno que atraviesa nuestra cotidianidad desde que nos despertamos hasta que nos vamos a dormir, y más también.
Tiempo atrás, en un almuerzo dominical familiar, las únicas interrupciones posibles eran una llamada del teléfono de línea o el timbre de la casa: ambas eran ruidosas, inevitables y escuchadas por todos los presentes. Demandaban ser atendidas en el momento exacto en el que se producían.
La cantidad de interrupciones se ha multiplicado en forma exponencial. Ahora que cada cual tiene su celular, son variadas y constantes. Por otro lado, la calidad también ha ido evolucionando. En algunos casos el cambio es positivo, porque podemos decidir silenciar los llamados o mensajes, o postergar su respuesta para el momento en que a nosotros nos resulte conveniente hacerlo. Esto nos otorga tiempo para pensar y revisar cada respuesta. Tenemos la opción de contestar con un audio o con un texto escrito. Pero, al mismo tiempo, esta modalidad nos obliga a estar pendientes del celular; por ejemplo, si bajamos el volumen para no escuchar las alertas y luego nos olvidamos de subirlo, quedamos incomunicados involuntariamente, lo cual puede provocar el enojo de nuestros contactos.
El celular concentró una serie de acciones que antes estaban separadas en soportes propios y diferenciados: cada aplicación es potencialmente generadora de interrupciones. Por ejemplo, hasta hace pocos años no había otra manera para ver fotos familiares que reunirse en torno a un álbum. Hoy en día, cualquier miembro de la familia comparte sus fotos con todos a toda hora.
Antes con una llamada se definía el día, la hora, el lugar y las condiciones de un encuentro; si uno no se lo anotaba, estaba en problemas. Ahora la información se desdobla y se diversifica. Por ejemplo, en un grupo de whatsapp se organiza un encuentro en la casa de uno de sus miembros, sin confirmar la hora; ese dato aparece en un mensaje posterior; una invitada pide que le recuerden la dirección de la casa; otro avisa que está en cama y no puede ir; otra avisa que llegará más tarde; como un paracaídas, cae de repente una foto enviada por el convaleciente; otro pide auxilio porque se perdió en el camino; el que ya llegó, en vez de tocar el timbre, manda un mensajito avisando que le vayan a abrir; uno que recién se conecta pregunta si había que llevar algo. En este enredo, dentro del grupo, uno le manda un mensaje individual a otro, recordándole otro compromiso. El otro le responde que sí, pero le pide que se lo vuelva a recordar llegado el momento.
Está comprobado que podemos hacer más de una cosa a la vez. Dentro del mundo laboral, esta capacidad (conocida como multitasking) es apreciada y hasta promovida, aunque sea a costa del estrés que pueda producir. Pero ¿qué pasa en el plano del ocio? Veamos una posible escena de una tarde de domingo en casa: puedo pintarme las uñas y conversar con mi hija que, a su vez, avanza de nivel en un jueguito de su celular mientras ambas escuchamos música de fondo y cada tanto interrumpimos el diálogo para comer chocolate. Ella periódicamente interrumpe el jueguito para acariciar al perro que ronca a su lado. Yo interrumpo la conversación para ir al baño. Al volver miro la tele, que está prendida sin volumen e interrumpo a mi hija haciéndole un comentario sobre el programa. Retomamos la charla inicial pero ella decide interrumpir su jueguito para chequear sus mensajes de whatsapp y, mientras seguimos charlando, se mete en Facebook. Da una carcajada y me muestra una foto divertida que encontró allí, lo que hace que yo interrumpa la tarea de pintarme las uñas. Nos reímos juntas y luego ella retorna a su jueguito. Seguimos conversando pero, como el perro se despertó, tengo que interrumpir mi tarea para llevarlo afuera a que haga sus necesidades…
Vemos que, aun en esta escena de un día carente de todo estrés, la vida es un sinfín de actividades interceptadas entre sí, de modo que tenemos la interrupción pero también la interrupción de la interrupción, y así sucesivamente. Lo importante es saber retomar, es decir, encontrar la pista al regresar. Una manera de evitar el despiste que produce toda interrupción es tomarnos el trabajo de recordar con minuciosa atención, en qué punto estamos suspendiendo la charla o la acción. Se trata del mismo ejercicio que hacemos cuando -en el momento de estacionar- tratamos de fijar en nuestra mente el sitio donde quedó el auto; o cuando al llegar a casa, antes de saludar, ponemos énfasis en guardar las llaves en el lugar correcto. Si en medio de un diálogo debo retirarme por un instante, antes de hacerlo, trato de memorizar lo que veníamos diciendo, para que, al volver, la conversación vuelva a fluir lo más rápidamente posible.
Somos blanco de las interrupciones porque recibimos una cantidad altísima de estímulos simultáneos. Por la misma razón, tendemos a interrumpir a los demás. Lo más probable es que durante la lectura de este texto haya habido al menos una interrupción (porque, mientras yo lo escribí, hubo un montón). No hay que ponerse mal por eso; la interrupción es un fenómeno que vino para quedarse. Es importante aceptar esto para poder decidir qué hacer al respecto: cuidarnos de no caer en la sobreestimulación, establecer filtros, poner límites y reconocer que el problema no es la interrupción, sino el uso o abuso que hacemos de ella.