La inadaptación es la imposibilidad de acomodarse a las condiciones del entorno. Podríamos compararla con la naturaleza de un material como el vidrio: su dureza no impide que sea, sin embargo, extremadamente frágil. La inadaptación se relaciona con la rigidez y la quietud: lo que no se dobla, se rompe. Con nosotros sucede lo mismo: cuando la resistencia al cambio es excesiva, se genera debilidad y nos quebramos fácilmente.

La adaptación, en cambio, se relaciona con la flexibilidad y el movimiento. Los animales se adaptan a su hábitat recurriendo a mecanismos de defensa instintivos y aprovechando las mutaciones que se producen en cada especie a lo largo del tiempo. Del mismo modo, en situaciones cotidianas, los seres humanos vivimos adaptándonos a las contingencias que nos presenta el contexto. Al igual que los objetos y los animales, cada persona tiene un rango de “elasticidad” diferente.
En situaciones límite, la capacidad de adaptación nos permite encontrar soluciones extraordinarias que están al servicio de la supervivencia. En una inundación, por ejemplo, las calles se transforman en ríos y hay que trasladarse en botes improvisados de una casa a la otra. Los parámetros se modifican y las exigencias se multiplican. Siempre se trata de una deformación extrema: un junco, para no partirse, se arquea exageradamente acompañando así las furiosas ráfagas de viento y el violento oleaje.
Cuando los momentos críticos terminan y vuelve un clima de calma, es importante no caer en la sobre-adaptación, es decir, no sostener esas conductas extremas porque, si perduran, pueden ser nocivas. El junco, luego de arquearse para soportar el viento, vuelve a su posición original. En “Soltar la sobre-adaptación (I)” vimos una de las posibles consecuencias dañinas.
Otro efecto que produce la sobre-adaptación cuando se prolonga innecesariamente consiste en comparar cualquier problema cotidiano actual con el drama mayor que ya se vivió. Esta comparación minimiza los problemas actuales y le impide a la persona reaccionar hoy ante, por ejemplo, agravios o injusticias: una mujer que fue golpeada por su padre, al formar pareja con un hombre que la maltrata verbalmente, les resta importancia a los insultos por compararlos con algo mucho peor, como los golpes. Una niña cuya madre sobrevivió a una grave enfermedad no se defiende del bullying de sus compañeros de escuela porque piensa que ya pasó por algo peor: la enfermedad de su mamá. Estas actitudes se manifiestan en frases como: “esto no es tan importante”, “hay cosas más graves”, “no vale la pena pelearse o alterarse por esto”, “lo importante es preservar la armonía”, “no quiero generar más conflictos”. (Ver: “Dosificar para no estallar”).

En estos casos los problemas actuales son relativizados y considerados irrelevantes; la persona se vuelve demasiado tolerante y pasiva, acumulando situaciones actuales de agresión no elaboradas. El resultado es la infelicidad. Con el tiempo puede quebrarse, porque hasta un junco, por más flexible que sea, puede cortarse ante una presión violenta. Podríamos llamarlo el “síndrome del trauma mayor”, que nos inhabilita para defendernos ante cualquier problema hoy por equipararlo con aquella emergencia superada del ayer.

Una de las consecuencias de este “síndrome” es que poco a poco se va desdibujando la propia identidad, por estar permanentemente adecuándola al contexto. El personaje de Woody Allen en la película Zelig, por ejemplo, vivía cambiando su aspecto y conducta según a quién tuviera a su lado: se volvía pelirrojo si estaba en compañía de un pelirrojo, hablaba de medicina si estaba entre médicos, etcétera. Llegado cierto punto de la película, ya no se sabía quién era verdaderamente él, hasta que finalmente se descubre que todas sus transformaciones se debían a su necesidad de ser querido por los demás.
La terapia es de gran ayuda para diferenciar la adaptación de la sobre-adaptación y, así, buscar en cada etapa reacciones adecuadas. Si por ejemplo detectamos, durante mucho tiempo, respuestas complacientes o sumisas en nuestra vida cotidiana, que no expresan lo que realmente sentimos, puede ser útil preguntarnos cuál es el trauma del pasado con el que vivimos calificando nuestro presente.