PERSONALIZAR EL ESTRÉS
Hoy en día, parecería que el estrés tiene la culpa de todo: aparece como el responsable de casi todas las enfermedades y los males que nos aquejan. Es cierto que nunca es la única causa, pero hemos usado y abusado del término estrés a tal punto que su definición ha perdido peso y sustancia: se ha vuelto un concepto tan amplio que, en realidad, se desdibuja y ya no podemos definirlo con claridad.
Según la Real Academia Española, es la “tensión provocada por situaciones agobiantes que originan reacciones psicosomáticas o trastornos psicológicos a veces graves”. En general, nos dejamos llevar por ciertos preconceptos sobre lo que es una “situación agobiante”: por ejemplo, una mudanza, la organización de un viaje, la remodelación en la casa, rendir un examen, hacer trámites o incluso el trabajo diario son situaciones que se asocian con el estrés. Sin embargo, existen personas que sí disfrutan de ellas, porque se han permitido cuestionarse y aceptar que no tienen por qué tener los mismos motivos de estrés que los demás. Si yo creo que toda mudanza causa estrés, seguramente me estresaré cada vez que me mude, pero no por la mudanza en sí, sino porque “se supone” que me tengo que estresar y porque nuestro entorno lo define así (“Uy, te mudás, ¡qué estresazo!” “¡Me imagino cómo debés estar!”, “Sé cómo es, yo lo pasé re mal la última vez que me mudé”).
Si aceptamos como verdades absolutas todos los supuestos motivos de estrés, sin preguntarnos qué nos pasa a nosotros ante esas situaciones, no quedará nada que no nos estrese. Nos estresaremos “por deber”, porque “¿cómo no te vas a estresar?”. Y no nos animaremos a decir “¡Pero a mí me encanta mudarme!” o “¡Yo disfruto mucho mi trabajo!”, para no quedar como excéntricos ante los demás.
A la inversa, hay situaciones que para casi todos son motivo de alegría o de entusiasmo pero que, para algunas personas, pueden ser muy estresantes; por ejemplo, asistir a una fiesta, cumplir años, comprarse ropa. En estos casos, ocurre lo que podríamos llamar el “estrés producido por el estrés”: estamos mal por estar mal, al compararnos con otros que no sufren por lo mismo que nosotros. Esto nos lleva a esforzarnos porque nos guste esa actividad, y a la larga nos sentimos peor por no lograrlo. Por ejemplo, una persona viaja por primera vez a una ciudad emblemática como París o Nueva York y descubre que no se siente a gusto como esperaba: todas las expectativas propias y de su entorno le producen aún más estrés, porque siente que “se está perdiendo de algo”, que no sabe apreciar lo bueno de ese viaje. Mucha gente busca otras excusas para justificar su falta de entusiasmo: “Estaba muy cansada”, “Extrañaba a mi familia”, etcétera. Sin embargo, el verdadero motivo es que no le gustó la ciudad.
El primer paso para solucionar ambas situaciones es liberarnos de los preconceptos sobre lo que “debería” o “no debería” estresarnos y olvidarnos de la necesidad de encajar en el molde de lo que nuestro entorno define. En la terapia es muy importante plantear sin inhibiciones estos temas para detectar qué es lo que realmente nos causa estrés a nosotros. El terapeuta también debe hacer a un lado los preconceptos propios y las estadísticas profesionales, e indagar en la situación individual de cada paciente sin dar nada por sentado. De esta forma se llega a una configuración personal del estrés. Sabiendo cómo abordarlo, será más sencillo superar los factores reales y liberarnos de muchas ansiedades o angustias que tal vez no son nuestras, sino que vienen impuestas por el contexto. Así veremos que disponemos de más energía para dedicarla a lo que verdaderamente nos preocupa.
Los niños y adolescentes también están expuestos al estrés, especialmente cuando sus agendas escolares se encuentran sobrecargadas de actividades tanto curriculares como extracurriculares. Muchas veces sienten que “nada alcanza”, que a pesar de esforzarse no hay forma de ponerse al día y que siempre están en falta.
Cuando el estrés es excesivo y no puede vehiculizarse, o cuando no es suficiente para responder a las exigencias externas, su efecto es negativo. Pero en la terapia también podemos aprender a despojar la palabra estrés de su connotación negativa y descubrir que una dosis mínima de estrés siempre es necesaria y positiva para poder realizar nuestras tareas cotidianas. Si logramos manejarlo, funciona como un “combustible”, una energía que nos impulsa a actuar.
En suma, el desafío es que cada uno de nosotros podamos crear nuestra propia definición de estrés, tanto negativo como positivo, basada en nuestras vivencias.