¿Te castigás demasiado por cada error que cometés?
¿Te cuesta disfrutar de algo por considerarlo imperfecto?
¿Sos demasiado exigente con las personas que te rodean?
El perfeccionismo tiene buena prensa. En general tendemos a buscar la perfección (o lo más cercano a ella) en todo lo que hacemos y en lo que exigimos de los demás. Ese ideal está estimulado por diversos mandatos sociales, incluso para las situaciones más banales como elegir qué foto publicaremos en Instagram. Los mandatos imponen, también, que el perfeccionismo sea algo “natural”: debe parecer algo espontáneo, no intencional y logrado con facilidad.
Se asocia el perfeccionismo con muchas cualidades positivas: el talento, la genialidad, el compromiso, la voluntad, la meticulosidad, la dedicación, el conocimiento, la prolijidad, el sacrificio, la perseverancia. Para el perfeccionista, todo es perfectible: todo se puede mejorar aún más, siempre. En determinadas áreas, como en las ciencias, esta manera de pensar es de enorme utilidad, porque posibilita los avances en las diversas disciplinas.
Muchas veces la perfección aparece asociada a los sentidos: por ejemplo, los arquitectos sufren cuando observan un detalle mínimo como podría ser un enchufe torcido. Los músicos padecen al escuchar una nota desafinada o cuando se encuentran en lugares donde el ruido ambiental es muy fuerte. Los enólogos pueden detectar al instante diferencias muy sutiles de sabor en los vinos, que al común de la gente se le escapan.
Podríamos pensar, entonces, que no tiene nada de malo aspirar a la perfección. Sin embargo, en muchos casos esta se vuelve inhabilitante porque, en vez de funcionar como estímulo, opera al revés: la persona, en vez de realizar algo, ni siquiera lo empieza o, si lo hace, nunca lo termina. Por ejemplo, el estudiante que no logra completar un resumen para una materia porque no soporta que haya en él tachaduras ni correcciones, y arranca la hoja del cuaderno cada vez que se equivoca, para empezar de cero otra vez. Al final, lo único que tiene son las tapas vacías del cuaderno y ningún resumen, además de no haber avanzado en el estudio. O el caso de la persona que está aprendiendo a tocar una melodía en la guitarra y, al equivocarse, empieza de nuevo pero se equivoca nuevamente en un compás anterior, y así sucesivamente hasta que deja de tocar. En estos casos el anhelo de perfección, en lugar de incentivar, anula el deseo.
Vistos desde afuera, los perfeccionistas parecen tiranos: lo primero y único que ven son los errores (ajenos y/o propios), nunca las cosas están lo suficientemente bien hechas, y por eso viven quejándose y criticando. Otra de sus características es que no pueden delegar, justamente porque desvalorizan las capacidades ajenas (ellos siempre lo hubieran hecho mejor y siempre desconfían de todos, por muy buenas referencias que tengan). Necesitan comprobar todo ellos mismos: no les basta con que les digan “ya cerré la llave de gas, no te preocupes”; irán ellos mismos a fijarse si es verdad.
Lo paradójico es que, tras esta aparente tiranía, los perfeccionistas en realidad son esclavos de sus ansias de perfección. Es por eso que no pueden conectarse con el disfrute, porque sienten que hasta que no esté todo perfecto, no pueden relajarse. Es la situación de una persona que durante el fin de semana, por ejemplo, tiene que dejar toda su casa ordenada y limpia, antes de salir a pasear: como siempre se puede aspirar a un grado mayor de prolijidad, ese momento de placer no llega nunca. El perfeccionista no tiene paz.
Entonces, ¿cómo hacemos para saber cuál es el límite saludable del perfeccionismo? La rigurosidad es absolutamente necesaria en el ámbito profesional. Una cirujana en el quirófano, un piloto manejando un helicóptero o un ingeniero proyectando un puente, por su parte, no pueden ni deben dejar de lado su perfeccionismo, porque de su trabajo dependen vidas. Una profesora de danza siempre va a detectar la falta de flexibilidad en sus alumnos principiantes porque su tarea consiste justamente en ayudarlos a adquirirla. Pero además ella verá la torpeza de movimientos en todos los bailarines en cualquier presentación teatral a la que asista. Sin embargo, fuera de sus lugares de trabajo, todos ellos pueden permitirse la imperfección propia y ajena. Si el piloto toma clases de baile por primera vez, tendrá que aceptar que no va ser tan flexible como quisiera.
El perfeccionismo es una cualidad que se manifiesta en la vida consciente; sin embargo, nuestra vida no se rige únicamente por las manifestaciones conscientes. El inconsciente surge siempre está presente y se expresa, por ejemplo, en el arte, en los lapsus y en los sueños, y se maneja con una lógica distinta, que también es perfecta pero de una manera que no siempre podemos comprender desde lo racional. Los relojes derretidos del cuadro de Salvador Dalí, “La persistencia de la memoria”, son perfectos desde la lógica surrealista del arte del pintor. Un sueño que, al relatarlo, nos parece descabellado, encuentra la perfección en su significado.
En suma, es necesario aceptar que lo imperfecto forma parte de la vida, que el orden no existe sin el caos y que podemos abrazar la imperfección como una mamá que abraza a su bebé que se cae al intentar sus primeros pasos. Esa manera afectuosa de comprender lo que a otros no les sale impecable de entrada (o que lo hagan de una manera diferente de nosotros) es un primer paso valioso. Con esa misma ternura tenemos que tratarnos a nosotros mismos, perdonándonos la imperfección.