¿Tenés tendencia a contar tus problemas a todo el mundo, en cualquier circunstancia?
¿Te cuesta confiarle a alguien tus conflictos?
¿Te desilusionás frecuentemente por lo que te dicen o aconsejan los demás?
Hace poco, una paciente me mencionó como un logro de su proceso terapéutico el poder “elegir con quién llorar”. Con esta frase se refería a que ahora sí puede darse cuenta ante quiénes mostrar su vulnerabilidad, sin temer que minimicen sus sentimientos, cuestionen sus decisiones o desvaloricen sus opiniones.
Las personas que han crecido en entornos en los que permanentemente se las cuestionaba o desvalorizaba pueden tener muchas dificultades para abrirse a otros. Por ejemplo: alguien está por iniciar un proyecto personal (estudiar una carrera, comenzar un emprendimiento, hacer un viaje) y recibe de sus allegados comentarios como “¿Desde cuándo te interesa eso a vos?”, “Los que se dedican a eso se mueren de hambre”, “Vamos a ver cuánto te dura el entusiasmo” o “Seguro que te van a estafar”. Es muy entendible que, ante respuestas como esta, una persona se cierre.
Cuando finalmente se logra salir de ese encierro se experimenta un gran alivio, sobre todo en una situación límite. La catarsis que se produce es liberadora. Sin embargo, a veces la persona pasa al otro extremo y se abre indiscriminadamente, en contextos que tal vez no sean los que más le van a ayudar; por ejemplo, contar problemas de pareja a un jefe. Otras veces lo que no es propicio es la situación: si en una fiesta en la que todos están divirtiéndose nos ponemos a contar nuestros problemas económicos, lo más probable es que no recibamos empatía.
Es necesario también aprender a manejar las expectativas que tenemos con respecto a lo que los demás nos dirán cuando, finalmente, nos abramos a mostrar nuestra vulnerabilidad. Hay quienes esperan que les digan solo lo que quieren escuchar; cuando esto no es así, se frustran, se ofenden y hasta es posible que vuelvan a cerrarse. Esta actitud, más que un deseo de abrirse a los otros, muestra una necesidad de adulación, de que nos digan que todo lo que pensamos o hacemos está bien. Cuando, en cambio, nos dicen algo que no está en nuestras expectativas pero estamos dispuestos a escuchar y a tomar lo que nos sirve dejando de lado lo que no, allí se produce un intercambio provechoso. También puede ocurrir que los demás, con las mejores intenciones, nos digan cosas o nos ofrezcan ayudas que sabemos que no nos sirven; aquí lo que hay que aprender a rescatar es, precisamente, la intención, que proviene del cariño y del deseo de colaborar. Por ejemplo, cuando alguien nos regala un objeto como talismán para que nos dé buena suerte, si no creemos que ese objeto será eficaz podemos sentir de todos modos gratitud por el gesto de obsequiarlo.
¿Cómo ayuda la terapia en estas circunstancias? Nos guía para evitarnos sufrimientos innecesarios. Si no podemos abrirnos a los demás, mediante el análisis es posible lograrlo y superar el hermetismo y la soledad que implica nuestro encierro. Si nuestro problema es, por el contrario, que nos exponemos de manera nociva, la terapia nos permite discernir con quiénes y en qué circunstancias es beneficioso abrirse y en cuáles no. Así como se dice que tenemos que “elegir nuestras batallas”, también tenemos que aprender a elegir quién nos escucha (incluso el terapeuta). De este modo, podemos discernir en quiénes depositamos nuestra confianza, y si es desde el punto de vista puramente afectivo o si además confiamos en el criterio de la otra persona. Por último, la terapia contribuye a que tengamos más claras nuestras expectativas sobre las devoluciones de los demás, para no frustrarnos ni ofendernos cuando no nos gusten, y saber aceptarlas cuando sabemos que son bienintencionadas.