El que contrae una enfermedad suele convertirse (al menos así debería ser) en el foco de atención de su grupo familiar. Dentro de ese entorno, generalmente, hay una persona que lidera la ayuda mientras que los demás colaboran realizando tareas complementarias, entre las cuales también está la de asumir algunas responsabilidades que habitualmente desempeñaba el convaleciente. Sigmund Freud hablaba de los “beneficios secundarios de la enfermedad”, definiendo así a los mimos y las concesiones adicionales que se reciben durante el proceso de curación. Cuando el enfermo se recupera, automáticamente deja de ser el centro: cada cual retorna a su lugar y todo vuelve a su rutina normal.
Hasta aquí, lo que sucede con una enfermedad pasajera. Pero ¿qué ocurre cuando un accidente automovilístico provoca una larga etapa de recuperación con diferentes cirugías y tratamientos? ¿O cuando un accidente cerebro vascular deja secuelas? ¿O cuando se contrae o hereda una enfermedad que necesita cuidados diarios intensivos? ¿O cuando hay que usar una silla de ruedas o aplicarse inyecciones diarias? ¿Y cuando el cuadro es psíquico porque la persona cayó en una severa depresión? La urgencia puede, en estos casos, volverse crónica.
Otra situación muy frecuente es la de tener que hacerse cargo de los padres o de los suegros en la última etapa de la vida visitándolos periódicamente en su casa para suministrarles alimentos, para supervisar y pagarles regularmente a los acompañantes si los hay, para llevarles los remedios y ocuparse de la limpieza, de la ropa sucia, del pago de los impuestos y servicios, sin mencionar las situaciones de emergencia en las que hay que llamar una ambulancia. Si la persona mayor vive en la propia casa no será necesario realizar viajes, pero entonces la convivencia implicará otros inconvenientes a superar.
Hay tantas clases de cuidadores como personas a cuidar. Entre las muchas tareas que deben asumir figuran, por ejemplo, realizar adaptaciones en la casa (crear rampas donde había escalones, acondicionar el living como dormitorio, agregar barandas, hacer mudanzas internas), organizar visitas profesionales, suministrar medicación, etcétera. Es importante destacar también que no es lo mismo cuidar el cuerpo de un ser amado que el de un desconocido; por eso es aconsejable delegar en personal entrenado las tareas que nos resulte difíciles de realizar (por ejemplo, las relacionadas con la higiene).
En este escenario en el que se configura una cadena de cuidadores, las necesidades y los tiempos de los familiares quedan en segundo plano y todo gira en torno a la persona en recuperación. El cuidador principal, además de cambiar todas las actividades de su agenda, lleva una pesada carga física, moral, afectiva y espiritual sobre sus hombros. Generalmente pasa por alto sus propios sentimientos y necesidades porque siempre prioriza al otro. Es lógico que postergue proyectos. Pero, además, no cuida su salud y no descansa lo suficiente; por eso es muy frecuente que, cuando concluye el período de cuidado, aparezcan cuadros de estrés o de agotamiento, además de otros problemas anímicos o físicos. Podemos comparar esto con lo que ocurre durante una situación límite, como un incendio: las personas que se ocupan del rescate no perciben el daño físico ni el agotamiento; la adrenalina que les provoca el momento que están viviendo hace que sepan exactamente lo que tienen que hacer, sin distraerse pensando en el peligro que corren. Pero después, una vez concluido el rescate, se permiten “aflojar” y es entonces cuando sobrevienen el profundo cansancio y el dolor físico.
Los cuidadores secundarios siguen realizando sus actividades cotidianas; pero para poder sostenerlas, necesitan realizar un esfuerzo adicional que resulta invisible para su entorno. Suelen contener sus emociones y, para hacer catarsis, eligen personas alejadas del núcleo familiar primario porque saben que no pueden convertirse en un problema más. La sugerencia es que se concentren en sus quehaceres, dándose también permiso para disfrutar, sin culpas, de momentos felices. La terapia resulta de gran ayuda tanto para apuntalar al cuidador principal como a los secundarios.
Los profesionales dedicados a la salud (médicos, psiquiatras, kinesiólogos, etc.) son, a veces, la máxima expresión del fenómeno del descuido de los cuidadores: suelen tener una mala calidad de vida -especialmente durante los años de formación- y, por estar siempre focalizados en los demás, necesitan, con frecuencia, que un ser querido o colega les recuerde la importancia de cuidar su propia salud.
¿Qué pasa con las actitudes de los demás hacia los cuidadores familiares? Es común ver que el que está en silla de ruedas es saludado efusivamente y al que la empuja, generalmente, se lo trata con indiferencia. Otra actitud típica es darle consejos que no pidió y recomendarle tratamientos “salvadores” con insistencia, como si fueran una mejor solución que la que se está implementando. Puede haber buenas intenciones, pero lo cierto es que resulta agobiante.
El cuidador no debe sobreestimar su fortaleza: tiene que parar antes de llegar a su límite, porque si no, tampoco podrá estar en condiciones de seguir desempeñando bien su rol. Por eso debería descansar mucho, darse treguas, hacer un viaje, intercalar momentos de distracción y esparcimiento, inclusive con el convaleciente.
El cuidador se encuentra sometido a la tiranía de la enfermedad, que es inevitable. Tratemos, entonces, de evitar que el entorno (incluyendo al enfermo) agudice esa tiranía: se trata de rescatar al rescatista.