El despertar de una vocación puede aparecer como un relámpago que nos atraviesa incluso a nivel corporal: es un momento de iniciación. Por eso, cuando decimos “abrazar la vocación” es válido preguntarse quién “abraza” a quién, dado que una vocación suele “abrasarnos” (con brasas y todo), como un llamado o una inspiración.
Por otro lado, su descubrimiento también puede darse en forma gradual: por ejemplo, el hijo de un ebanista puede tardar muchos años en descubrir que también él quiere serlo. Tanto en la “aparición del rayo” como en la “cocción a fuego lento”, nos encontramos en el terreno de las pasiones, en el que el elemento básico es el fuego.
La vocación nos envuelve y atrae como un imán. No necesariamente busca retribución económica: por el contrario, muchas veces implica inversiones de todo tipo, especialmente en las primeras etapas. Si aparece alguna duda estará relacionada, por ejemplo, con la aceptación del entorno, con la longitud o complejidad del camino, es decir, con cualquier otro factor excepto la elección misma.
No siempre se dan las condiciones para desarrollar una vocación. Pero aun cuando es postergada, sigue proyectando su lucecita y reaparece como un chispazo cada vez que la reencontramos en alguien que sí pudo conectarse con ella. La persistencia de esta llama nos asegura que siempre estaremos a tiempo para avivarla.
Canalizar una vocación demanda grandes sacrificios, enorme paciencia y un profundo compromiso. Requiere empuje y confianza en el futuro. Afortunadamente su esencia funciona como un motor que nos ayudará a superar dificultades. El que logra trabajar empleando su vocación es, sin duda, un ser privilegiado por poder vivir de lo que ama hacer; y cuando surge el éxito financiero o el reconocimiento social, generalmente llega como por añadidura. Es común que las personas que han logrado vivir de su vocación tengan una anécdota histórica fundante –siempre la misma– acerca del momento en que hicieron su gran descubrimiento: es un recuerdo atesorado, que marca un antes y un después en su vida y que no se cansan de relatar, con cariño, a quien quiera escucharlo.
La palabra vocación suena solemne pero su relación con el adulto es la misma que vincula al niño con el juego: es la actividad más seria y más divertida a la vez; la que absorbe toda nuestra atención y nunca nos cansa. Y cuanto más aprendamos de ella, más ganas tendremos de seguir ejerciéndola.
Si bien la vocación puede encontrarse en muchos estudiantes terciarios y universitarios, es importante señalar que no todos la tienen. Además, la vocación excede ampliamente el ámbito académico: se la puede encontrar en la esfera artística, política, social, ecológica, artesanal, en ramas alternativas de la salud, en el campo de los deportes, de los oficios, de la cibernética, entre los que defienden los derechos de los animales, etcétera. Lo que define a la vocación no es la actividad en sí, sino la intensidad del sentimiento de la persona hacia esa actividad.
Es común que la pregunta vocacional aparezca en los últimos años de la escuela secundaria o ante la búsqueda de un trabajo. La vocación tiene que ver con nuestro deseo y no con los mandatos externos, que pueden ser, por ejemplo, el deseo frustrado de nuestros padres, (“serás el futbolista que yo no pude ser”), la continuación de una tradición familiar (“estudiarás abogacía y heredarás mi cartera de clientes”) o por lo que ellos consideren lo más conveniente (“te dedicarás a nuestra empresa porque es lo que más dinero deja”).
En el mundo de la psicología circula la famosa frase “No repitas la historia de tus padres”. Sin embargo, a veces, seguir esta regla automáticamente es tomar la ocupación de los padres como referente para hacer exactamente lo contrario, lo cual tampoco significa una elección independiente. Existen casos en los que los hijos sí tienen, por deseo propio, la misma vocación que la de sus padres con desafíos diferentes. La terapia ayuda mucho a esclarecer todos estos casos.
La búsqueda de una vocación suele centrarse en las aptitudes. Estas son habilidades que uno ya tiene, pero no siempre conducen a la felicidad. Una persona puede tener facilidad para los idiomas, pero eso no significa que estudiar un traductorado sea lo que la haga feliz. Tal vez su vocación sea la arquitectura porque esa es la misión que siente tener en la vida; construir espacios de felicidad para otros. Y aunque sea más difícil incursionar en algo nuevo (arquitectura) que dedicarse a lo ya sabido (idiomas), es necesario que lo intente. Más tarde, como profesional, puede enlazar ambas energías: por ejemplo, utilizar sus idiomas para conectarse a nivel internacional con asociaciones relacionadas con la arquitectura.
Nos han educado con la idea de que tenemos una sola vocación, pero no es así. Al igual que una fogata, podemos tener diferentes “flamas” apuntando hacia distintos lugares. Existen personas que descubren una segunda vocación en la madurez porque recién allí toman contacto con esa actividad. En estos casos aparece el entusiasmo que produce lo novedoso. Una segunda vocación también puede surgir de algo que amábamos hacer cuando éramos chicos pero que, en su momento, abandonamos porque nos faltó estímulo familiar. Retornar a esa ocupación nos genera un placer similar al del reencuentro con un amor juvenil.
Una de las definiciones de felicidad es sentirse en el camino correcto, lo cual coincide con todas las etapas de la vocación. Cuando la abrazamos sentimos que los planetas se alinean, que encontramos nuestro lugar en el mundo y que nuestra vida tiene una misión.