¿Los demás te critican porque tu modo de vida no coincide con lo socialmente esperable?
Cuando conocés a alguien que “no encaja”, ¿tendés a juzgarlo negativamente?
¿Considerás que la sociedad avanzó con respecto a los prejuicios?
Vivimos en una época en la que parece más fácil deshacernos de los mandatos familiares y sociales que antes se nos presentaban como ineludibles; por ejemplo, que las mujeres tienen que casarse (o la versión masculina: “no es bueno que el hombre esté solo”), que es imperativo formar una familia, que si una mujer es madre no debería trabajar tanto fuera del hogar, entre tantos otros.
Es cierto que ha habido muchas conquistas y ya no está tan mal visto que alguien adopte una decisión contraria a alguno de estos mandatos. Sin embargo estos siguen existiendo, aunque de manera más sutil. Aparecen en pensamientos que se manifiestan solo de vez en cuando, en comentarios entre personas que comparten ese prejuicio. Por ejemplo, dos amigas que señalan el mal carácter de una tercera amiga y concluyen: “por algo no se casó”. En esa sola frase demuestran toda una cosmovisión: que ellas pudieron casarse porque tienen mejor carácter que su amiga, que tener buen carácter es garantía de conseguir marido o, incluso, que el hecho de estar casada moldea el carácter. Y, sobre todo, que si una está casada entonces es más feliz.
Los psicólogos tenemos que estar revisando permanentemente estos paradigmas sociales, incluyendo los que hemos aprendido en la facultad, porque a veces se convierten en estereotipos y nos pueden guiar mal al momento de diagnosticar. Por ejemplo, hace unos años me derivaron a una paciente que me describieron de la siguiente manera: no estaba en pareja, no había tenido hijos y aún vivía con su madre a pesar de tener ya treinta años. La presunción era que se trataba de una persona dependiente, que tenía una relación simbiótica con su madre y que, como además había tenido un padre maltratador, probablemente se sentía demasiado insegura como para formar pareja.
Sin embargo, cuando la conocí, me encontré con un panorama diferente: una mujer dinámica, que creció a la par de la empresa en la que trabajaba como secretaria del gerente y que estudiaba Psicología. Durante el tiempo que duró el tratamiento se recibió y empezó a atender a sus propios pacientes. Ella me decía que había elegido vivir con su mamá y no tener pareja ni hijos porque ese era el modo de vida que le gustaba, no porque no pudiera ser independiente ni porque les tuviera miedo a los hombres. Podemos ver que, si como profesional yo me hubiera quedado atada a los paradigmas aprendidos, no habría podido ver la realidad de esta paciente y la habría atendido desde el prejuicio diciéndole, por ejemplo, que “cortara el cordón umbilical”. Ella ya había pasado por otros terapeutas que la habían estigmatizado de esta manera y no quería que volviera a pasarle.
Es cierto que las características con que me habían descripto a esta mujer podían corresponderse con ciertos estereotipos terapéuticos; pero bastó profundizar un poco para descubrir que, en el caso de ella, todo era producto de sus propias decisiones, no de inseguridades ni vulnerabilidades a tratar. Esto nos lleva a recordar, como siempre, que cada paciente es único y que no hay “recetas” que se apliquen por igual a todos. Los psicólogos debemos trascender esos modelos aprendidos y discernir cuándo corresponde aplicarlos a un diagnóstico y cuándo no.
Si esto mismo lo trasladamos a nuestra vida cotidiana, vemos que revisar los mandatos aprendidos o heredados es una tarea diaria y difícil, pero que vale la pena porque instala una mirada más respetuosa y desprovista de soberbia hacia los demás. Esto es la base de una convivencia sana en sociedad.