El autoengaño (al que nos hemos referido en un texto anterior) es uno de los medios por los cuales esquivamos los deberes que tenemos que encarar, pero que son tediosos, nos llevan tiempo o nos enfrentan a otros conflictos. Otra manera de no asumir las responsabilidades puede ser atormentarnos pensando todo el tiempo en ellas, sin llegar nunca a hacerlas. O, por el contrario, evadirnos haciendo cosas que nos brindan placer. También puede suceder que racionalicemos y encontremos siempre una buena justificación para no hacer lo que tenemos que hacer.
El problema es que ni la racionalización, ni la evasión, ni la rumiación, ni la sustitución de ese deber por otro nos ayudan a solucionar, por fin, lo que no estamos resolviendo.
¿Y cuáles serían esos deberes que no queremos afrontar? Pueden ir desde hacer un trámite bancario hasta separarnos de una pareja manipuladora.
En psicología, se suele considerar que cuando no podemos hacer algo es porque hay un conflicto interno a destrabar, y que por eso hay que seguir hablando y analizando la situación. Esto es absolutamente cierto. Pero, a veces, creer que falta elaboración es contraproducente, porque se sigue postergando el momento de actuar. Tampoco es cierto que, hablando, en todos los casos lograremos que ese deber desagradable se convierta en algo placentero, en algo que deseemos hacer. A veces lo displacentero seguirá siéndolo toda la vida, pero aun así hay que encararlo porque es una tarea ineludible. Y ese es el momento en que tenemos que pasar al acto, porque si no, seguimos girando en falso. Tampoco se puede esperar “el momento indicado”, porque no existe, ni que las condiciones mejoren, porque no es algo que esté en nuestro poder. A veces, simplemente, el único modo es arremeter y avanzar, “a codazos” y, si hace falta, con enojo. Es una decisión que no puede esperar que la consultemos con nadie, es el momento en el que estamos solos frente al problema y no cabe otra cosa que cerrar los ojos y tirarse a la pileta.
En terapia, el analista, junto con el paciente, tiene que evaluar si lo analizado hasta el momento ya fue suficiente o si es necesario ahondar en otras ramificaciones del problema. Luego de trabajar en estas otras cuestiones, en algún momento la persona tiene que tomar el toro por las astas, sin negar ni esconder su enojo, su miedo, el dolor o la frustración hacia la tarea a emprender. Hay que enfrentarla con esa “mochila” a cuestas. Lo más importante es no pretender una coherencia total en nuestra actitud: casi seguramente habrá una parte de nuestra personalidad que seguirá resistiéndose a actuar, aunque ya hayamos tomado la decisión.
Tenemos que saber que transitar esta instancia muchas veces sigue siendo desagradable y no hay que minimizarla cuando finalmente concretemos esa acción. No hay que decir “ya está, cumplí, al final no era para tanto, solo hice lo que tenía que hacer”. Hay que celebrarlo, porque para nosotros no fue una tarea más: es un logro que representó un gran esfuerzo personal. Nos merecemos felicitarnos.