Cuando diagramamos un árbol genealógico, ubicamos los vínculos según la relación de parentesco sanguíneo: en la parte superior los abuelos, debajo los padres y luego, los hijos; distinguimos el linaje paterno por un lado y el materno por otro; podemos visualizar quiénes son hermanos, tíos, primos. En el plano vincular de la familia, lo ideal es que las relaciones y las funciones coincidan; por ejemplo, cuando un padre ejerce la función paterna con sus hijos.
Sin embargo, la vida nos demuestra que esto no siempre es así y que entre el ideal y la realidad generalmente hay una gran distancia. ¿Qué ocurre cuando la función no coexiste con la relación determinada por el lugar genealógico? Se produce un vacío que puede resultar traumático. Este hueco también aparece ante el fallecimiento de un miembro de la familia. En ambos casos ese espacio puede ser ocupado por otra persona, produciéndose un desplazamiento: por ejemplo, la función de una madre puede ser ejercida por una abuela o una hermana mayor.
Además, las funciones familiares tienen una evolución; esto significa que con el tiempo, y en forma natural y positiva, se van modificando. Es el caso, por ejemplo, de una hija que, cuando los padres envejecen, ejerce la función materna con ellos. O de los hermanos cuya diferencia de edad, tan determinante en la niñez, se va disipando con los años de tal forma que, en la adultez, quedan equiparados.
Por otra parte, los vínculos suelen ir más allá del árbol genealógico, de modo tal que un amigo puede ocupar el lugar de un hermano. La adopción es otro claro ejemplo de esta situación (ver “Vivir El Amor Incondicional”). Un adolescente que tuvo un padre abandónico puede encontrar en un profesor la imagen paterna que le falta. Un adulto, en su ámbito laboral, puede encontrar en su superior el modelo de identificación que no halló en su hogar. También ocurre que a veces se asume voluntariamente y con entusiasmo una función no asignada, con un criterio solidario: es el caso del que se pone en el papel de padre con un amigo de su hijo.
Esta capacidad de reasignar funciones buscando dentro o fuera del núcleo familiar lo que nos hace falta, es sanadora: otorga autonomía y potencia nuestro crecimiento. Pero también existen situaciones nocivas, como por ejemplo cuando aparece una inversión negativa de las funciones: un chico que se lastimó y está llorando no debería asumir la tarea de consolar a su madre si esta, en vez de contenerlo, se desespera y se pone a llorar a la par. También existe la alteración negativa de las funciones: es el caso, por ejemplo, de un matrimonio que, en vez de vincularse como pareja, funciona como madre-hijo. Estas situaciones, si bien son negativas, no son perjudiciales siempre y cuando sean transitorias. Pero cuando se hacen permanentes, estamos ante un vínculo que ha perdido su identidad.
A veces se superponen dos configuraciones diferentes, como sucede en las empresas familiares: en estos casos confluye lo emocional, lo económico, lo jerárquico, lo laboral y lo familiar. Esta simultaneidad requiere un tratamiento especial en el que se respeten los códigos de cada ámbito, de lo contrario pueden aparecer serios conflictos: el padre le habla a su hijo como jefe, pero el hijo le responde como hijo, no como empleado. Si una joven se desempeña como secretaria del consultorio médico de su padre, el trato entre ellos ante los pacientes y visitadores médicos debería asemejarse a la dinámica de cualquier otro consultorio profesional.
Otra situación negativa se produce cuando a alguien se le impide ejercer su función: una madre que entorpece el vínculo de su pequeño hijo con sus abuelos paternos, por ejemplo. Salvo que tengan una patología grave, si los abuelos viven, están cerca y quieren vincularse con su nieto, nada debería interponerse en la relación, ni siquiera en el caso de que esa madre se lleve mal con sus suegros. Cuanto más amor reciba la criatura, mejor, y para eso es necesario que los padres abran el paso para que cada miembro de la familia o del entorno social pueda establecer un vínculo directo con su bebé. Es más, lo que suele suceder en estos casos es que, al mejorar la relación entre nietos y abuelos, la relación de la mamá con sus suegros también mejora.
Es importante prestar atención al modo en que vivimos cada vínculo, tanto para reafirmarlo como para modificarlo en el caso de que este sea nocivo. La terapia es un excelente espacio para revisar y analizar tanto las funciones que los demás cumplen con nosotros como aquellas que nosotros cumplimos con los demás.