Generalmente se asocia a las vacaciones con descanso, entretenimiento, alejarse de la rutina, recuperar energías y conectarse con el placer, la calma y el ocio.
Por eso, en este texto, dejaremos de lado los viajes de turismo en los que todo está pautado de antemano: tienen un ritmo acelerado y una agenda muy precisa de excursiones, paseos y traslados. Son viajes que nos conectan con el conocimiento de culturas, lenguas y/o países diferentes, pero no necesariamente están pensados para descansar; suelen ser muy enriquecedores, pero fatigosos, aunque se trate de un cansancio muy diferente al producido por una actividad indeseada. Lo mismo ocurre con los tours a mega parques de diversiones o los viajes temáticos, por ejemplo, para aprender un deporte específico o para asistir a un evento como las Olimpíadas. Otro tipo de viaje temático que no está pensado como una búsqueda de descanso es el que se hace para realizar un curso de capacitación (de un idioma, de una rama artística o una disciplina científica), los que se hacen con fines religiosos (peregrinaciones, visitas a santuarios, etcétera) o por intereses históricos. En todos ellos el placer está relacionado con el movimiento y la adrenalina generada por la variedad.
Aquí abordaremos los viajes de vacaciones que, en general, implican el traslado a un solo sitio (playa, campo, montaña). El lugar puede ser desconocido o puede tratarse de una región a la que tradicionalmente estamos acostumbrados a regresar en forma periódica. Estos viajes se caracterizan por carecer de agenda fija: no hay que atarse a los horarios y el objetivo principal es recuperarse del año que pasó y prepararse para el que comienza. Se trata de una nueva rutina de repeticiones cuya meta es la distensión.
Desde el punto de vista psicológico las vacaciones conllevan la “obligación” de ser felices. Pero, para llegar a ese estado de felicidad, tenemos que pasar por una serie de trámites preliminares y preparativos inevitables (reserva de pasajes y alojamiento, compras, pago de impuestos por vencer, cuidado de las mascotas o las plantas en nuestra ausencia, entre otros). El viaje en sí también puede producir una sensación de urgencia por arribar a destino, ya sea que viajemos en nuestro vehículo propio, en micro o en avión. La llegada al lugar de vacaciones tampoco permite relajarnos inmediatamente pues, si es una casa propia o alquilada, aparece, ante todo, la necesidad de desempacar, poner en condiciones el lugar y comprar los víveres necesarios para los primeros días.Todo esto genera gran ansiedad: solemos entrar en una espiral de estrés que nos hace olvidar el objetivo esencial de descansar. Lo que deberíamos preguntarnos entonces es: para nosotros, ¿cuándo empiezan las vacaciones? Si pensamos que comienzan recién cuando terminamos de instalarnos en el lugar de veraneo, entonces es lógico que surja todo el estrés previo durante los preparativos y el viaje mismo. En cambio, si consideramos que las vacaciones arrancan con la decisión de viajar, incluiremos los preparativos y el traslado dentro del deleite de las vacaciones. Podremos, entonces, disfrutar del camino que antecede al descanso.
Es común creer que durante las vacaciones no debe haber espacio para el malhumor, la tristeza o la preocupación. Todo debe fluir bajo el imperativo de “tener que disfrutar”. La diversión se presenta como una obligación a la que tenemos que adherir a toda costa. Sin embargo, muchas veces resulta difícil sintonizar el “modo dolce far niente”. En primer lugar porque tardamos un tiempo en relajarnos. Y luego porque, aunque de eso no se hable, puede suceder que la pasemos muy mal.
La terapia es el lugar propicio para relatar y superar estos fenómenos: las vacaciones suelen poner a prueba las relaciones familiares porque funcionan como un “termómetro” vincular. Lo que sucede es que en ese tiempo bajamos nuestras defensas y así aflora, emerge y se revela lo silenciado. Al relajarnos también podemos recordar mejor nuestros sueños y la actividad onírica se hace más accesible. Todo aquello que ya está pasando -tanto lo bueno como lo malo- se acentúa: por ejemplo, la pareja con conflictos, en este período, puede tener una crisis que empeore su situación. Todo lo existente queda en evidencia. Creemos que la belleza del paisaje, la lejanía de la rutina diaria y el descanso, es decir, todo lo externo, logrará distraernos de aquello que nos sucede interiormente o tendrá un poder mágico para atenuar o solucionar nuestro problema. Lo cierto es que no podemos huir de lo que nos pasa: los conflictos, parcial o totalmente ignorados, se cuelan en nuestras valijas y, en algún momento, saldrán a la luz. Con valentía pueden elaborarse y hasta resolverse, pero hay que tomar la decisión que, además, cambiará el “clima vincular” de las vacaciones.
Viajar en familia implica la adaptación de las diferentes generaciones para cubrir las necesidades de todos sus integrantes. Lo importante en estos casos es intensificar los vínculos disfrutando de la mutua compañía, tema que desarrollaremos en otro momento.
Nada es más contraproducente para la felicidad que la obligación de ser feliz. Otra creencia dañina es el mito de que en vacaciones todos los demás son profundamente felices: para alguien que está sufriendo, inclusive para aquel que sigue trabajando, esto puede acrecentar su desolación. Los testimonios de alegría que circulan en las redes sociales, las fotos en las que todos se muestran con entusiasmo (verdadero o fingido) potencia aún más esta sensación.
En algunas playas de moda emblemáticas, las exigencias sociales condicionan la conducta de quienes veranean allí. La necesidad de manejar los mismos códigos que el resto, la importancia que se le dé a ser incluidos en ciertos círculos o invitados a determinados eventos también hace que las vacaciones se vivan con presiones, las cuales claramente serán disimuladas para no romper el mandato de relajada felicidad.
Otra situación muy distinta es la de aquellos que viven durante todo el año en “modo trabajo intenso” y les asusta afrontar el vacío del ocio. Son personas a las que les cuesta detenerse y conectarse con la inactividad, incluso en los fines de semana: no logran “ponerse en pausa” y necesitan inventarse una apretada agenda para continuar de algún modo esta “adicción al continuo movimiento”, huyendo hacia adelante como intenta hacerlo el incansable hamster en su rueda. En muchos casos, la evasión del ocio esconde el temor de pensarse y de reflexionar. Tomarse el tiempo para evaluar implicaría reconsiderar cuestiones relacionadas con la vida conyugal, familiar o laboral; una pareja des-erotizada puede, por ejemplo, asistir a eventos y encuentros sociales con tal de escapar de la intimidad y, así, evitar asumir el desamor.
También sucede que, al viajar a ciudades mundialmente conocidas, como Roma, o ante obras de arte famosas, como “La Gioconda”, por ejemplo, muchas personas se sienten frustradas porque “no les pasa lo que tendría que pasarles”. En estos casos sucede que las expectativas previas son demasiado altas: los que ya las conocen nos dijeron “te va a encantar, es genial, fascinante”; el material que leímos nos hizo pensar en lo insuperable que será ver todo eso en persona. Sin embargo podemos descubrir que algo no nos gusta. Es curioso: cuando esto sucede, generalmente lo omitimos, porque nos resulta inaceptable que nos disguste o nos deje indiferentes un ícono que la humanidad entera venera. Por las dudas, no se lo contamos a nadie. Ante la pregunta de si nos gustó, decimos lo mismo que nos dijeron a nosotros. Así sucumbimos a otro mandato: en este caso, podemos llamarlo “el mandato de la fascinación”.
Para redondear, ante cualquier tipo de viaje, todos, de alguna manera, nos “programamos”: ya sea organizando una agenda cronometrada, como obligándonos a descansar. Sin embargo, es importante saber que el plan inicial solo sirve para los preparativos (que incluyen la reserva de hoteles, pasajes, visitas etc.), pero no para el viaje en sí.
Cuando estamos en el destino elegido, ya no somos las mismas personas que planeamos el viaje. Por eso es bueno que nos demos el permiso de “recalcular” sobre la marcha; que nos otorguemos la libertad de cambiar el rumbo durante el viaje, incluyendo una actividad no programada o pasando por alto una que sí está en nuestra lista. Nada nos impide hacer una larga siesta si estamos exhaustos para la enésima visita a un museo; esta decisión no es un “desperdicio” de nuestro tiempo, es otra forma de disfrutarlo; o, a la inversa, hacer un paseo de compras en vez de quedarnos toda la tarde tomando sol en la playa. Tener todo bajo control tranquiliza antes, pero durante las vacaciones puede resultar aburrido porque, además, pueden darse vivencias imprevistas como, por ejemplo, un enamoramiento que modificará por completo nuestras preferencias. El cambio de planes debería formar parte del plan inicial. Por eso, en vacaciones, conectémonos con lo que realmente nos pasa, reservemos un espacio para la improvisación creativa y dejemos el control para cuando regresemos.