Existen períodos en nuestra vida que son medianamente estables, en los que sostenemos nuestras costumbres y actitudes sin pensarlas demasiado, como en “piloto automático”. La cotidianidad funciona de manera previsible. No es que no haya problemas, pero son etapas en las que estamos habituados a ejercitar la adaptación en los diferentes ámbitos .
En contraposición a esto, hay situaciones límite que salen por completo de la relativa “normalidad” a la que estamos habituados. Se presentan como momentos bisagra donde existe uno o varios factores que cuestionan nuestra escala de valores y lo modifica todo. Puede ser bien visible, como una guerra o un grave accidente con secuelas, o más solapado como, por ejemplo, el constante miedo a perder un trabajo. Puede durar solo un instante, como el terremoto, o prolongarse durante muchos años, como la violencia en el hogar.

Esas situaciones excepcionales requieren siempre reacciones excepcionales. Se generan mecanismos de defensa que apuntan a la supervivencia y potencian actitudes extremas: en épocas de hambre, se raciona la comida en porciones mínimas para asegurar que cada día haya algo para comer. También se activan el ingenio y la creatividad: en un contexto de guerra o de extrema pobreza, por ejemplo, una frazada, que normalmente se usaría solo para dormir, se puede convertir en un pantalón que sirva para usar durante el día y la noche. Todo vale con tal de sobrevivir; se toman decisiones impensadas que en otras circunstancias no se tomarían o serían absurdas y que, muchas veces, terminan siendo heroicas.
Ahora bien, ¿qué sucede una vez que la situación límite concluye y las condiciones vuelven a normalizarse? ¿Qué le ocurre a la persona que vuelve a vivir en un contexto de relativa estabilidad? Al principio, obviamente pasará por una etapa de transición. Por ejemplo, un hombre que, luego de un accidente aéreo, logró salvar su vida y llegar a una isla donde sobrevivió durante muchos años en soledad, cuando vuelve a la civilización, la primera noche, en vez de dormir en la cama, duerme en el piso (Tom Hanks en El náufrago).
Sin embargo, es frecuente que esa etapa de transición –que debería ser pasajera– se prolongue indefinidamente. En otras palabras, la persona continúa con la escala de valores que manejó durante la situación límite. Entonces, lo que en su momento fue un mecanismo de adaptación se convierte en sobre-adaptación. Es como si, por inercia, siguiera en estado de emergencia ante un peligro que ya no existe y se condujera en consecuencia: no puede relajarse ni deleitarse con su situación presente. La causa es que se resiste a ver que las condiciones han cambiado y que sus respuestas podrían ser otras. El patrón de conducta queda detenido en la etapa anterior.

Por ejemplo, un hombre que vivió muchas carencias, cuando alcanza cierta prosperidad, se convierte en un avaro que no puede disfrutar de lo que tiene porque no reconoce que su situación económica mejoró y ya no necesita ahorrarlo todo.

Las frases que suele usar para justificarse son: “vos no pasaste por lo que yo pasé”, “estoy evitando que vuelva a suceder”, “este fue mi aprendizaje y yo me manejo así”.
Así como la adaptación es imprescindible en situaciones extraordinarias, la sobre-adaptación puede ser un problema en las etapas de estabilidad. La propuesta es soltar las conductas de sobre-adaptación cuando los desafíos dejan de ser extremos: soltarla sin olvidarla, de modo tal que se la pueda retomar nuevamente si llegara a ser necesario. La terapia puede ayudarnos a ajustar nuestras conductas al momento actual, abandonando actitudes ancladas en el pasado que ya no necesitamos.