GESTAR LA MATERNIDAD
Una madre no nace, sino que se hace. La maternidad es una construcción particular y única que cada mujer comienza a ensamblar incluso antes del nacimiento del hijo. Esa configuración incluye el deseo y las expectativas que hayan existido (o no) antes y durante el embarazo (o el proceso de adopción). Además, es una vivencia que recomienza en forma diferente con cada hijo.
Esta diferencia va a la par de una sorprendente multiplicación del amor: aunque a la madre primeriza le parece que no va a poder amar al segundo hijo tanto como al primero, porque siente que ya vuelca toda su capacidad de amar, al nacer ese segundo bebé ella descubre que el amor se multiplicó sin restarle ni un poco al primero, y conserva la misma intensidad para ambos.
Si bien la profundidad del amor es la misma, las características del vínculo van a ser totalmente diferentes. Dependerán del género de cada hijo, de la edad de la madre al momento de cada nacimiento, de la relación de la pareja, de la situación económica y laboral familiar, entre muchos otros factores.
El amor maternal excede la edad biológica: puede desarrollarse en el sentimiento de una hija mayor hacia sus hermanos menores, por ejemplo. Esa es la razón por la que también es posible que una hija logre maternar a sus propios padres.
Este amor también excede los lazos familiares: no hace falta tener un hijo para ejercer un rol maternal. Se puede maternar a un sobrino, al hijo de un amigo, incluso a una mascota. Además, la función materna hoy en día abarca mucho más que antes: la madre es ahora también proveedora del hogar a nivel económico, por ejemplo.
Así como cada madre educa a sus hijos, tiene que tener la permeabilidad de “dejarse educar” por ellos. No se trata solamente de que nuestros hijos nos enseñen a manejar herramientas tecnológicas que ellos dominan. Además, nos abren la oportunidad de replantearnos nuestros valores, nuestras costumbres y nuestras posibilidades de crecimiento personal. De este modo nos ayudan también a resignificar nuestro vínculo con nuestros padres y abuelos; esto puede hacer que, o bien nos enojemos con ellos, o bien que logremos perdonarlos.
La función materna (no importa hacia quién se ejerza) conlleva a reelaborar en forma activa lo que cada persona vivió con su propia madre: se intenta repetir lo bueno y superar lo sufrido. Si esto no ocurre, estamos ante una represión que nos impidió en su momento cuestionar la figura materna.
Sea cual sea el lugar desde el que se llega a la maternidad, siempre implica un cambio de eje: es una invitación (que se puede aceptar o no) a que el centro de la existencia deje de estar en la persona maternante para pasar a estar en el hijo. La madre (o quien ejerce esa función) se convierte en satélite de la vida de otro ser totalmente indefenso. Pero también la construcción de la maternidad incluye aprender, a medida que el hijo crece, a cambiar la “órbita” de ese satélite, de manera tal que, con el tiempo, el hijo pueda vivir plenamente aun en ausencia de la madre.
Todo crecimiento es un alejamiento del origen. Así como el árbol, a medida que crece, se aleja cada vez más de sus raíces, el ser humano también se va distanciando. Pero para cada etapa de alejamiento, a lo largo de la vida existen “puentes” que permiten salvar esas distancias y establecer una comunicación que se sostiene aun desde lejos. Cada puente es diferente del anterior: cuando el bebé es recién nacido, además de la voz de la madre (que ya conoce desde que estaba en el vientre), incorpora la mirada y las sensaciones táctiles y olfativas, que se despliegan durante el amamantamiento y los cuidados al bañarlo, vestirlo, etcétera. Más adelante, al adquirir el lenguaje, el niño puede comunicar a su madre lo que le pasó mientras estuvo lejos de ella (por ejemplo, en la escuela). Al llegar a la adolescencia, la palabra sola ya no alcanza, porque el adolescente sabe bien cómo ocultar u omitir contar algo a su madre; entonces, el código sobre el que se va a sostener el vínculo es el de la confianza (que a su vez se ha ido construyendo a lo largo de los años).
Todos los puentes representan este lugar desde el cual la madre puede cuidar y a la vez tomar distancia de los hijos a medida que crecen. (Insistimos en que estos procesos se dan en el marco de una función maternal, que puede estar ocupada o no por la madre biológica.)
Cuando alguno de estos puentes está “roto”, y la comunicación entre madres e hijos se debilita por esto, la terapia es el espacio en el que se adquieren las herramientas para reconstruirlos y fortalecerlos.
Es importante que, a lo largo del proceso de maternar, la mujer no descuide ni abandone sus propias potencialidades. Si hay algo que una madre debe demostrar a sus hijos es que ellos pueden buscar su propia felicidad, y esto solo se logra mediante el ejemplo: la única forma en que yo le puedo enseñar a mis hijos a encontrar su felicidad es encontrando la mía. Por supuesto, después queda en manos del hijo seguir o no el ejemplo materno.
La empatía, o la capacidad de ponerse en el lugar del otro, se acentúa muchísimo en el caso de una madre que ama a sus hijos. La maternidad lleva a hacer sacrificios impensados o a asumir como propios los sufrimientos de los hijos. Esto subsiste a lo largo del tiempo, no importa la edad de estos.
La otra cara de esta empatía es que la madre también va a celebrar como propios los logros de los hijos, e incluso de los nietos (no olvidemos que en algunos idiomas, como el inglés, el alemán o el francés, la palabra “abuela” se traduce como “gran mamá”).
El lugar de la maternidad se presenta siempre como una demanda continua de entrega, de abnegación, de sacrificio. Pero lo maravilloso es que, a su vez, también es uno de los lugares desde los que más amor se recibe.