¿Ocultás o minimizás tus logros para evitar la envidia ajena?
Cuando no podés ocultarlos, ¿los atribuís a la suerte o hablás de sus desventajas para restarles importancia?
¿Te comparás con otros y te sentís siempre en desventaja?
Muchas personas le temen a la envidia ajena. Es un miedo intenso que las lleva a minimizar aquellos datos sobre su situación que, según su criterio, podrían suscitar la envidia en su entorno social.
No nos referimos al silencio proveniente de la humildad, es decir, a aquel que evita la ostentación por pudor. Tampoco al silencio que proviene del genuino deseo de evitar herir al prójimo. También descartamos la discreción que surge ante extraños (o ante conocidos que no nos merecen confianza) para resguardar nuestra privacidad.
Estamos hablando de otra cosa muy distinta: una selección puntual y específica de determinada información con la intención de callarla porque, a nuestro entender, resultaría excesiva a los ojos de los demás. En estos casos, desde nuestra subjetividad, filtramos detalles de nuestras pertenencias, relativizamos logros, omitimos ciertas vivencias, minimizamos nuestras virtudes y escondemos nuestros progresos. La meta es no llamar la atención, pasar inadvertidos para no despertar en el otro el monstruo de la envidia.
Cuando el éxito es demasiado evidente y no se puede disimular, la persona exitosa se apresura en compensarlo de algún modo: explica el sacrificio que implicó obtenerlo, revela algún fracaso anterior o señala algún infortunio personal en otro ámbito. Otras veces se atribuye la bonanza a la casualidad, a un “golpe de suerte”. Cualquier cosa con tal de equilibrar la balanza. La intención es retornar al lugar del inadvertido y así disminuir la envidia lo máximo posible.
¿Por qué tanto temor a este sentimiento? Circula la creencia popular de que la envidia, por sí sola, es capaz de causar daños reales: es la “mala onda” que puede estropearlo todo e, incluso, provocar enfermedades. Algo mucho más grave es la envidia puesta en acto, es decir, todo aquello que las personas envidiosas llevan a cabo para perjudicar a aquellos a quienes envidian: desde imitarlos en todo hasta sabotear su trabajo o recurrir a maniobras esotéricas. A veces las críticas despiadadas esconden, en el fondo, una gran envidia y hablan más de aquel que critica que del criticado.
Desde la psicología, el trabajo sobre la envidia tiene dos vertientes: una es empoderar al paciente para que desestime todas estas manifestaciones, reales o posibles, de la envidia ajena. Creer que el otro puede hacernos daño confiere poder al otro y nos debilita: es necesario salir de esa situación de vulnerabilidad para saber que el deseo del otro no tiene por qué traer consecuencias negativas a nuestra vida pero que, si las trae, tendremos las herramientas necesarias para defendernos.
La otra vertiente es trabajar sobre nuestras propias envidias. A nivel psicológico, toda envidia fue en su inicio una admiración consciente o inconsciente. Surge de una desigualdad que coloca al otro, desde nuestra mirada, en un lugar de superioridad. En realidad no siempre es así: frecuentemente es nuestro punto de vista el que nos hace ubicarnos en un lugar devaluado. Somos nosotros los que juzgamos esas cualidades admiradas como sobresalientes, tomando la parte por el todo y desconociendo muchos detalles detrás de lo que juzgamos como extraordinario. Ese sentimiento original de admiración, posteriormente, muta hacia la frustración, el resentimiento o la amargura.
Pasemos entonces al concepto de admiración. ¿Qué cosas la producen? La Naturaleza, es decir, todo aquello que pertenezca al mundo animal, vegetal y mineral. Podemos deleitarnos con los fenómenos del Cosmos. Las personas religiosas admiran desde su fe al ser supremo. En todos estos casos se trata de una contemplación fascinada y no produce ningún conflicto para el admirador, dado que aquello que admiramos está muy alejado de nuestra capacidad de imitarlo.
En un plano más cercano, podemos admirar todas las creaciones y los descubrimientos del género humano. Asimismo, podemos sentir admiración por los atributos de una persona en particular: su talento, su belleza, su solidaridad, entre otros. En todos estos casos estamos admirando al ser o a su hacer, es decir a su obra. Otro tipo de admiración es la que se localiza en una situación: podemos admirar a alguien por estar en pareja armoniosamente, por haber formado una familia feliz, por haber adquirido una trayectoria profesional, por situarse en un lugar de poder de cualquier tipo. Aquí la admiración tiene que ver con el lugar en el que la otra persona se encuentra. Cuando la admiración se deposita en los objetos materiales, como una casa o un auto, incluyendo la riqueza económica, estamos en el ámbito del tener. A veces estos planos se superponen y combinan.
En los casos anteriormente mencionados, cuando la desigualdad es notoria, la envidia no aparece. Por ejemplo, cuando nos encontramos ante personas geniales en cualquier ámbito, aceptamos sin amargura su protagonismo, porque la disparidad es tan enorme que no nos hace mella, inclusive cuando se trata de niños con aptitudes excepcionales. Damos por sentado que es imposible compararnos y, por eso, no hay inconvenientes.
La cosa se complica cuando la persona admirada se asemeja o está conectada con nosotros por algún motivo. La envidia generalmente está asociada a la proximidad, y así llegamos al núcleo del tema: este sentimiento se puede dirigir hacia familiares, compañeros del colegio o la universidad, colegas de trabajo o, incluso, vecinos. Enterarnos de que alguien con quien nos encontramos todas las mañanas en la panadería de la esquina se ganó el Premio Nobel genera asombro pero también cierto malestar. Porque la Señora Envidia viene con su infaltable compañera, la Comparación Injusta: son dos viles estafadoras que nos hacen pensar erróneamente que, por haber compartido vivencias con esa persona, deberíamos haber arribado al mismo lugar, cosa que no es así. Este fenómeno se verifica, por ejemplo, en las reuniones de ex alumnos: muchos prefieren no asistir porque piensan que el resto de sus compañeros está mejor y quedarán desfavorecidos, como si tuvieran que rendir cuentas. Pero cada cual tiene sus propias luchas en la vida y también tiempos diferentes para concretar sus logros.
Cuando decimos que la comparación que acompaña a la envidia es injusta, es por dos motivos: por un lado, no vemos el “lado B” de aquello que envidiamos; por ejemplo, no advertimos que ese deportista cuya fama quisiéramos emular ha tenido que sacrificar su vida privada a cambio de ser famoso. El otro motivo es que solemos compararnos únicamente con aquellos que están mejor que nosotros, y no con quienes están en igualdad o en inferioridad de condiciones.
Cuando nos visita la envidia hay que trabajarla. Es un sentimiento humano que debemos admitir para luego desmenuzarlo y entender por qué nos invade; de lo contrario, se vuelve corrosivo para el portador. El que envidia se convierte en una víctima vapuleada por ese sentimiento que se vuelve voraz si no lo detenemos. Al mismo tiempo, quien padece la envidia de otros sufre y puede terminar aislándose y lamentando la soledad de no poder compartir sus logros.
¿Cómo elaboramos la envidia? Podemos intentar lograr por nuestra cuenta aquello que deseamos, siempre recordando que debemos estar dispuestos a hacer el esfuerzo necesario. La terapia es un lugar muy fructífero para tramitar la envidia y convertirla en algo productivo que nos brinde satisfacción. La idea es enfocarnos en nosotros mismos para superarnos, en vez de tratar de superar a otros.