¿Sentís que los demás te juzgaron alguna vez en forma injusta?
¿Alguna vez evaluaron tu desempeño comparándolo con el de algún colega o familiar?
¿Sentís que tus logros pasan inadvertidos porque siempre “hacés todo bien”?
Si tenemos que señalar algo que perjudica seriamente a cualquiera en su educación, tanto en el ámbito familiar como el institucional, ese “algo” es el juicio generalizador. Nos referimos a las ocasiones en que, a partir de una situación particular, se establece un juicio determinante y global que de algún modo define al otro. Por ejemplo: si alguien llega tarde, señalarle “vos siempre tan impuntual”. O, en un sentido positivo, cuando un chico recibe una buena nota en un examen y sus padres le dicen “no me sorprende, vos sos un alumno de 10”.
Podemos llegar a pensar que ciertas generalizaciones, como la de este último ejemplo, no tienen nada de malo sino que, por el contrario, funcionan como una felicitación. Sin embargo, al no tomar esa buena nota como un hecho puntual sino como algo natural, no se considera el esfuerzo que ese chico hizo al estudiar para ese examen.
No estamos diciendo que todas las generalizaciones son perjudiciales. En el ámbito de la ciencia, por ejemplo, la generalización es necesaria porque constituye la base para enunciar una teoría. Sin embargo, para que realmente pueda considerarse como tal, debe ser ampliamente fundamentada y comprobada. En cambio, en el ámbito cotidiano, las generalizaciones suelen ser exageraciones que inmovilizan al otro en una definición rígida.
La generalización, mal empleada, es entonces un mecanismo que toma la parte por el todo: si es una generalización negativa, impide apreciar los aspectos positivos de la persona (por ejemplo, que el impuntual llega tarde porque se ocupa de traer algo rico para compartir en una reunión). Tampoco se valoran los intentos por cambiar esa conducta: si el impuntual llega a horario, lo demás lo ven como “la excepción que confirma la regla”, lo cual le quita las ganas de perseverar en esa actitud.
Por otro lado, las generalizaciones positivas le restan mérito a la persona: alguien que siempre es ordenado o estudioso nunca recibe un elogio, festejo o premio. “Total, ya sabemos que sos siempre así”, pueden decir sus allegados. Este acostumbramiento se instala de tal manera que, si el alumno de 10 un día se saca un 8, suele suceder que se le señala “¿Cómo puede ser que no te hayas sacado un 10?”, a pesar de que un 8 también es una nota excelente.
En el ámbito educativo o laboral, es muy común que el desempeño de un miembro de la familia determine el modo en que se considera a los demás: por ejemplo, un profesor puede decir: “Espero que seas tan buena alumna como tu hermana”. O también lo opuesto: “Más te vale que no seas vago como tu hermano”.
Sean buenas o malas, las generalizaciones en lo cotidiano siempre aíslan. Son una forma solapada de discriminación, ya que tergiversan la verdadera identidad de la persona y la reemplazan por una “etiqueta”. Evidencian, además, la pereza y el desinterés por conocer bien al otro y su evolución; alguien puede haber sido un pésimo alumno en la primaria pero luego destacarse en la secundaria o en la universidad. No querer ver la posibilidad de cambio en el otro es estigmatizarlo y dificultarle ese cambio.
En la terapia se trabajan mucho los temas relacionados con favoritismos o ensañamientos que suelen darse, por ejemplo, de los padres hacia los hijos, de los docentes hacia los alumnos o de los jefes a los empleados. Se generan rivalidades que no son genuinas, sino que surgen a partir de esta mirada discriminadora y “etiquetadora”, que congela a la persona en un lugar al que no necesariamente pertenece.
El espacio terapéutico contribuye a que desandemos lo andado y empecemos a confiar, desde nuestra mirada y no desde la ajena, en quienes somos y en lo que hacemos.